Melancolía y el fin del mundo en el cine

Escrito por el 27 de junio de 2022

Una película sobre el fin del mundo «Melancolía» es considerada la mejor del año pasado -según la Academia del Cine Europeo-, pero el interés por este tema no acaba más que comenzar. Ya no son producciones comerciales palomiteras -como «2012»-, sino prestigiosos cineastas como Steven Soderbergh, Lars Von Trier, o Abel Ferrara, los que se empeñan en decirnos que estamos en los últimos días de la tierra. Un nuevo libro -coordinado por el profesor de la Universidad de Valencia, Carlos Arenas- nos habla de «El cine del fin del mundo: Apocalipsis ya» (Sendemà, 2011).

«Es el fin del mundo tal y como lo conocemos», cantaba el desaparecido grupo REM -disuelto el año pasado-, pero el pegadizo estribillo añadí­a: «y me siento bien». Este «contradictorio pensamiento que atañe al fin de nuestra existencia, temiendo que todo lo que nos rodea podrí­a desaparecer, sucumbir, desintegrarse» -dice Carlos Arenas-, convive con una extraña melancolí­a, como en el film de Von Trier.

«La certeza de que no hay salvación -cree el excelente crí­tico Antonio José Navarro- es, en sí­, una forma de salvación», para los autores de estas historias. «El acerado nihilismo de Melancolí­a, curiosamente, la acerca muchí­simo a las pelí­culas de catástrofes comerciales made in Hollywood de los años setenta» -dice en Dirigido Por, Navarro-. Tema sobre el que aporta uno de los mejores capí­tulos del libro.

Como en El triunfo de la muerte (1562) de Pieter Brueghel, vemos en un cuadro así­ algo más que los efectos de la peste. Una tierra devastada, calcinada y envuelta en llamas, donde la muerte danza con su ejército de esqueletos sobre cuerpos moribundos. Y en medio del caos, un personaje ajeno a este desastre toca su laúd para cortejar a una dama. Porque «es el fin del mundo tal y como lo conocemos», pero «se siente bien».

La inseguridad y temor ante el futuro, que suele acompañar los momentos de crisis, produce un resurgir de imágenes apocalí­pticas. Si el Beato de Liébana en la España del siglo VIII difunde en códices ilustrados con miniaturas su interpretación del Apocalipsis, en una iconografí­a medieval que nos lleva hasta las pinturas de El Bosco en el siglo XV, «la escatologí­a del cine de catástrofes» propone un «apocalipsis secularizado» -como dice Navarro-, que plantea «la posibilidad de un desastre final sin perspectiva de renovación futura».

Aunque el sentido original de la palabra griega apocalipsis es revelación -como titulan el último libro de la Biblia muchas versiones de la Escritura-, en el lenguaje popular no hay duda que significa catástrofe, desastre o hecatombe. Es cierto que muchos lo quieren ver como un cambio de era o transformación mí­stica -al estilo de la supuesta profecí­a maya, que algunos pretenden que señala un cambio de ciclo cósmico en el 2012-, pero para la mayorí­a produce una angustia existencial, que viene de la certeza de que tenemos una fecha de caducidad.

«La liberación de la culpa hace mayor el terror», dice Virginia Guarinos en su ensayo sobre Tipologí­as apocalí­pticas cinematográficas, que ha escrito para el libro de varios profesores de la Universidad de Sevilla – The End: El Apocalipsis en la pantalla (Fragua, Madrid, 2009) -. «Ya que cuando uno se siente culpable, espera el castigo, pero cuando no, la desgracia, la catástrofe, se vuelve ilógico, inesperado e inmerecido.»

Desde hace medio siglo, el cine puede sintetizar en un par de horas hechos catastróficos, que no suceden de repente, sino que son consecuencia de un largo proceso. Si al principio era el hundimiento de un barco, el incendio de un edificio o la erupción de un volcán, ahora el fin viene por el impacto de un meteorito, una invasión extraterrestre, un experimento fallido, un desastre natural como un tsunami o un terremoto, el holocausto nuclear o una pandemia.

Son muchos los subgéneros que han nacido y crecido al calor de esta ciencia ficción apocalí­ptica -como observa Jesús Palacios-. Hay catástrofes cósmicas, ecológicas y naturales que acaban con el planeta -como en Cuando los mundos chocan (Byron Haskin) de 1951 o El dí­a de mañana (Roland Emmerich) de 2004-; apocalipsis nucleares -que van de La hora final (Stanley Kramer) en 1959, a El dí­a después (Nicholas Meyer) de 1983-; e invasiones aliení­genas -desde La guerra de los mundos (Haskin) en 1953, a Independence Day (Emmerich) en 1996, hasta Monstruoso (Matt Reeves) del 2008-.

Estas pelí­culas muestran epidemias o pandemias globales que producen zombis -desde el terror de La noche de los muertos vivientes (George Romero) en 1968, a las distintas versiones de Soy leyenda, hasta la saga de Resident Evil-; la sustitución de la hegemoní­a humana por otras especies -como en la serie iniciada por El Planeta de los Simios (Franklin Schaffner) en 1968-; o máquinas inteligentes -la saga de Terminator (James Cameron) que comienza en 1984, y la trilogí­a de Matrix (Hermanos Wachowski) a partir de 1999-; y distopí­as (anti-utopí­as) represivas, que son lo opuesto a la sociedad ideal -desde THX 1138 (George Lucas), Zardoz (John Boorman) y La fuga de Logan (Michael Anderson) en los setenta-.

Los desastres que se ven en estas pelí­culas son a veces cumplimiento de antiguas profecí­as, que vienen de un entorno mágico o ancestral -desde La última ola (Peter Weir) en 1977, hasta 2012 (Emmerich) en el 2009-. A veces parten de la Biblia -como la serie que parte de La profecí­a (Richard Donner) en 1976-, o el subgénero evangélico de escatologí­a-ficción, en torno al arrebatamiento -que nace con Como ladrón en la noche (Russell Doughten) en 1972, a la que siguen múltiples secuelas, como ocurre luego con Dejados atrás (Vic Sarin), el año 2000-.

«La persistencia del apocalipsis en un ámbito cultural laico -como dice Navarro- se basa en gran medida en una de las caracterí­sticas fundamentales de los seres humanos: la necesidad de vivir esperando». Sin esperanza, no hay vida. Puesto que «la humanidad se define por sus esperanzas, por sus objetivos, y también por sus miedos, por su incertidumbre ante el futuro».

Frank Kermode – en su ya clásica obra El sentido de un final (1967) – relaciona el modo de pensamiento apocalí­ptico con la naturaleza de la ficción y con nuestra propia construcción mental de la realidad. Según este conocido crí­tico literario, tratamos de dar sentido a la finitud de nuestras propias existencias creando ficciones -o imponiendo narrativas a la propia Historia-. Así­ la trama de cada una de nuestras historias constituye un intento de revestir el tiempo de una estructura comprendida entre un principio y un final. Y en la base de todas las ficciones sitúa Kermode el Apocalipsis, como la humanización última del Universo y la Historia.

Así­ «cada uno de nosotros está destinado -dice el profesor de la Universidad de Sevilla, Jesús Jiménez Varea, en su libro The End: El Apocalipsis en la pantalla-, no ya a observar sino a experimentar directamente la muerte como última lí­nea de la historia vital que protagoniza, un final que no podemos evitar pero que, en la mayorí­a de los casos, esperamos que se demore lo más posible. Porque entre otras cosas, nuestra mortalidad individual pone de manifiesto que nuestras vidas no son sino pasajes, generalmente poco significativos de un relato mucho mayor, universal de hecho, a cuyo inicio no asistimos y cuya conclusión no llegaremos a conocer.»

Frente a tal incertidumbre, la Biblia anuncia un futuro seguro en el reino de los cielos. ¿Qué significa esto? No sólo, como muchos piensan, en poder ir al cielo cuando uno muera, sino esperar unos «nuevos cielos y una nueva tierra» (Isaí­as 62:4), donde Dios reina. La esperanza cristiana no es escapar del mundo, sino una tierra renovada. La nueva Jerusalén vendrá del cielo, fundiendo cielos y tierra, para que Dios pueda vivir en medio de los hombres. Como dice Tom Wright, «la gran afirmación de Apocalipsis 21 y 22 es que el cielo y la tierra finalmente se unirán».

Esto es todo lo contrario al gnosticismo, que muchos pretenden ahora que es el verdadero cristianismo. El predicador galés Lloyd-Jones solí­a decir que, en la práctica, la mayor parte de los evangélicos son espiritistas. Ya que su esperanza se limita a desear vivir como un alma desencarnada en esa realidad temporal que llamamos cielo -la vida consciente que tenemos con Dios, justo después de la muerte, que no podemos negar, porque si no, ¿cómo serí­a «partir y estar con Cristo muchí­simo mejor (Filipenses 1:23)?-. La cuestión es si el cielo ¿es toda la esperanza cristiana?

Bí­blicamente, es «la restauración de todas las cosas». Algo que según Romanos 8:18-28 afecta a todo el cosmos. La renovación del compromiso de Dios que llamamos pacto, implica en la enseñanza apostólica la renovación de la creación. Esa es la lógica también en 2 de Corintios 3-5, donde el reverso de la caí­da de Adán es la obra de Cristo, que realiza por su Espí­ritu. En el lenguaje del pacto, la promesa que Dios dio a Abraham y su descendencia -dice Romanos 4:13-, no es la tierra de Israel, sino el mundo, el cosmos. Puesto que «la creación misma ha de ser liberada de la corrupción que la esclaviza, para alcanzar así­ la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (8:21).

No es el cristianismo apostólico, por lo tanto, el que presenta un mensaje escapista. Es el gnosticismo, que ha influenciado la Iglesia hasta tal punto que muchos ya no distinguen la esperanza cristiana del falso evangelio del billete al cielo. Si pensamos en el futuro como algo vago y distante, el cristianismo nos presenta un nuevo mundo que es más real y sólido que el que ahora conocemos -como dice C. S. Lewis, al hablar de El peso de la gloria-.

Uno puede entender el deseo de escapar de un mundo lleno de sufrimientos y calamidades. «El mundo no es mi hogar; sólo estoy aquí­ de paso» -dice el espiritual negro-. La fe que daba fuerza a aquellos esclavos, sin embargo, no era un mero escapismo. Descansaba en Cristo resucitado. La esperanza cristiana no está en el mensaje, sino en el hecho de la resurrección. Es porque í‰l resucitó en la carne con un cuerpo real, aunque fuera glorificado – ¡ese es el énfasis de 1 Corintios 15! -, que este mundo tiene futuro.

Dios hizo la creación buena. Y se ha propuesto renovar este mundo, que es todaví­a suyo. Es por eso que nuestro trabajo aquí­ no es en vano. Como dice Wright, «el mensaje de la resurrección es que este mundo importa». Si Cristo resucitó, todo cambia. Lo mejor está todaví­a por venir.


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