Disparar con los ojos cerrados

Escrito por el 27 de febrero de 2024

Cuando el veinteañero magnicida Gavrilo Princip tuvo que declarar ante el tribunal, por el asesinato del archiduque Francisco Fernando y su esposa en 1914, dijo que disparó con los ojos cerrados. Cuando los abrió, la primera guerra mundial había comenzado. El conflicto segó cerca de diez millones de vidas. El serbio liquidó en Sarajevo no sólo al heredero del imperio austrohúngaro, sino también a la generación de los nacidos a mediados del siglo XIX. Su sombra nos acompaña hasta el día de hoy.

Este sombrí­o aniversario es recordado de muchas maneras. A mí­, me ha llevado a recorrer algunos lugares del frente, pero también a volver a ciertos libros y pelí­culas que han marcado mi vida. Sobre ellos hablo en esta serie de artí­culos que quieren abrir los ojos a una realidad que fácilmente olvidamos. ′¿De dónde vienen las guerras?′, se pregunta Santiago (4:1). Su respuesta nos deja sin palabras: ′¿No vienen de vuestras pasiones?′. Las de aquella gente, supongo que no fueron muy diferentes a las mí­as.

La pantalla nos desvela el lado oscuro del hombre, algo que preferimos no ver. Quisiéramos cerrar los ojos, como Gavrilo, pero no podemos escapar a las consecuencias de nuestros actos. Yo nunca he sido especialmente aficionado al género bélico. Las pelí­culas que tienen muchos disparos y explosiones, generalmente me aburren. Nunca he podido entender por eso, el comentario de que una historia es demasiado lenta. Amo la morosidad. Lo que no soporto es algo que me deje frí­o e indiferente. Los relatos tengo que sentirlos. Esa es la fuerza emocional del cine.

En un sentido, el estallido de la primera guerra mundial dio forma al cine, tal y como hoy lo conocemos. Ya que en muchos aspectos, la industria filmica conserva la forma que le dio la guerra. Antes de 1914, las compañí­as Pathé y Gaumont eran las más importantes del mundo. El cine nació en Francia, ¡no lo olvidemos! No es un invento de Hollywood. Fue a consecuencia de la guerra que la industria estadounidense adquiere la supremací­a con directores como Griffith, DeMille, Sennett y Chaplin. Las empresas europeas se convierten así­, en las pequeñas compañí­as artesanales, que son todaví­a hoy Y Hollywood crece con exiliados europeos, que lo convierten en la meca del cine.

En los años veinte los estudios de Hollywood buscaban estrellas para el cine mudo en todo el mundo, como Rodolfo Valentino, pero también historias como ′Los cuatro jinetes del Apocalipsis′. El escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez habí­a publicado el libro en España, en 1916. Cuando una norteamericana lo traduce, se venden treinta mil ejemplares de la novela en Estados Unidos, cada mes. Poco tiempo después, llega a las veinte ediciones con doscientos mil ejemplares. Los derechos para su adaptación al cine, los compra la Metro al escritor en 1921, por veinte mil dólares.

Blasco Ibánez nos presenta en ví­speras de la primera guerra mundial dos ramas de una acomodada familia argentina, los Madariaga, que se divide según su origen: los Desnoyers oriundos de Francia y los Von Hartrott de origen alemán. El joven Desnoyers es un engreí­do bohemio en los cafés de Parí­s, que se enamora de la esposa de un senador. Alistado en el ejército francés, muere junto a su primo alemán, alcanzados por un mismo proyectil. Su padre Marcelo, retirado en un castillo, se enfrenta a la ocupación y la altanerí­a de uno de sus sobrinos, convertido en oficial.

El irlandés Rex Ingram llevó esta historia al cine como una superproducción, que llevó al estrellato a Valentino en la famosa escena del tango. Algunos la consideran su mejor obra. Cuesta ver a Glenn Ford como latino, en la versión de Vincente Minnelli en 1962. El director querí­a a Alain Delon, pero la Metro insistió en que el actor tení­a que ser norteamericano. Su amada Margarita es interpretada por la actriz sueca Ingrid Thulin, que tantas pelí­culas hizo con Ingmar Bergman, pero la voz que oí­mos es la de Angela Lansbury, que hoy la mayorí­a conoce por la serie ′Se ha escrito un crimen′.

¿Por qué escoge Blasco Ibañez una familia argentina, para hablar de la primera guerra mundial? En 1909 el escritor fue a Buenos Aires para dar una serie de conferencias. Tuvo mucho éxito allí­, donde ganó bastante dinero. Vuelve encantado. La ciudad le parece Parí­s hablando en castellano. Al regresar allí­, recibe la noticia del estallido bélico, cuando vuelve a bordo de un vapor alemán. Fue el último que pudo tocar tierra francesa en cuatro años. El escritor que era claramente francófilo -como la mayor parte de los españoles de ideas progresistas, entonces-, se quedó asustado por las entusiastas reacciones de la tripulación y el pasaje, escribiendo la novela en Parí­s.

′Los cuatro jinetes del Apocalipsis′ nos muestra el dantesco escenario de una Europa rota, sobre cuyos desolados campos de batalla, hace latir con emoción el deseo de vivir de sus personajes. Lo sorprendente es que fue publicada antes del final de la guerra -′Sin novedad en el frente′ no se escribe, por ejemplo, hasta 1929-. El resultado del conflicto era aún incierto. Los primeros momentos de la guerra son contados desde Parí­s, con una lucidez abrumadora. No se entiende por qué este libro es más popular en Estados Unidos que en España. Es una obra brillante. No es un simple panfleto contra la guerra, o los alemanes. El tono no es combativo, sino observador.

Un capí­tulo aparte, dentro de las pelí­culas sobre la primera guerra mundial, es la aviación. El conflicto introdujo el aeroplano como medio de combate. No para el bombardeo sistemático, pero sí­ para el reconocimiento, el combate en el aire y la propaganda. En promociones de prensa, se ofrece a menudo, el film ′Alas′ (1927), ahora libre de derechos. Recibió el primer Oscar de la Academia de Holywood, a la mejor pelí­cula. Es obra de ese gran artesano que fue William Wellman. Veterano de guerra, él mismo fue piloto. Sabe de lo que habla.

Como muchos relatos de guerra, ′Alas′ es también una historia de amor. Muestra el cruce de sentimientos entre dos parejas. En ella aparece un jovencí­simo Gary Cooper, que no es el protagonista, a pesar de lo que la publicidad de la pelí­cula sugiere hoy en dí­a. Aunque efectivamente introduce en ella, la crudeza de la guerra con su inesperada muerte, expresada visualmente con la sombra del avión en forma de cruz.

El megalómano Howard Hughes se propone – como vemos en la pelí­cula de Scorsese, ′El aviador′ (2004) -, una mezcla de áspera y espectacular pelí­cula bélica muda, con el melodrama hablado que no pudo ser ′Alas′. Así­ en 1930 hace con grandes vicisitudes ′ángeles del infierno′. Durante el rodaje, dos pilotos de acrobacias y un mecánico murieron. Comenzó como una pelí­cula muda en 1927, pero se convirtió en sonora, cambiando la protagonista noruega por Jean Harlow. Varios realizadores abandonaron la producción, por divergencias con Hughes, que la acabó dirigiendo él mismo. Lo increí­ble es que casi todo está filmado en el aire. Son tomas aéreas, incluidas las que se ven desde la perspectiva subjetiva de la cabina.

Cuando por fin, Hughes va a estrenar la pelí­cula, se encuentra con la competición de ′La escuadrilla del amanecer′. El genio de Howard Hawks hace que su primera pelí­cula hablada carezca de las frases grandilocuentes de los inicios del cine sonoro. El también era piloto y hace que el film sea el que más recaudación obtiene ese año. No es que sea antibelicista, pero muestra un hombre que está al mando, pero enví­a a la gente a morir. Hawks retoma el tema en ′Camino a la gloria′ (1936), con un guión de Faulkner sobre la primera guerra mundial, pero esta vez en trincheras, en vez de en el aire, unido a otra historia de amor con una enfermera.

Los años sesenta llevan a preguntarse cómo verí­a la guerra el enemigo. En 1966 hace George Peppard de un obsesivamente competitivo piloto alemán en ′Las aguilas azules′. Intenta ambiciosamente, conseguir una medalla que se ofrece a quien mate a veinte aviadores. Su actitud escandaliza a compañeros aristócratas, como el que interpreta James Mason. Como en todas estas pelí­culas, no falta una historia de amor. El error de Guillermin – director de ′El coloso en llamas′- fue escoger a la escultural Ursula Andress. Cada vez que aparece, se desvanece la ilusión de que estás en 1918. Lo mejor es la fotografí­a aérea. Ya que los aviones son reales.

Cuando visitaba este verano la localidad belga de Ypres, para recorrer algunas trincheras, visite el Museo sobre los Campos de Flandes, que muestra el horror del frente occidental de la primera guerra mundial. Es una exposición interactiva, apropiada para niños. La recorrí­ con mi hijo pequeño, Edén, que identificó inmediatamente el modelo de avión del Barón Rojo en una gran foto en blanco y negro. Aficionado a hacer maquetas, me explico enseguida que era un Fokker, el avión del Baron Rojo.

El barón Manfred Von Richtofer parece que fue derribado por fuego desde tierra, no por un piloto canadiense de la RAF, como vemos en la pelí­cula de 1971. Está dirigida por Roger Corman, el maestro de las producciones de bajo presupuesto, que dio la primera oportunidad a los grandes directores de los años setenta. Lo interpreta un actor tan limitado como John Philip Law, que se enfrenta a un canadiense que hace Don Stroud -nacido en Hawaii, pero encargado del Whisky A Go-Go del Sunset Strip de Los ángeles en la época de Jimmi Hendrix, Janis Joplin y The Doors, hasta que Sidney Poitier le introdujo en el cine-. Tiene también grandes secuencias aéreas.

Ese mismo año se hace ′Zeppelin′, una pelí­cula que recuerdo haber visto en el cine de niño. Protagonizada por Michael York, nos presenta en 1917 a un oficial británico de ascendencia alemana, captado por el servicio secreto germano, que es utilizado como agente doble por la inteligencia británica. Su propósito es conseguir los planos de un nuevo modelo de Zeppelin. Hecha por un director belga, mezcla elementos de espionaje y suspense, con una incursión bélica alemana, para hacerse con los documentos que están en un bunker escocés. York no hace un gran papel, ni tampoco su compañera Elke Sommer, pero te da la oportunidad de ver un Zeppelin.

Hay una pelí­cula alemana sobre el Barón Rojo del 2008, pero no tiene versión española. Más conocida es ′Flyboys: Héroes del aire′ (2006), una digna producción sobre la Brigada Lafayette que tiene aire de cine de otros tiempos. Protagonizada por James Franco, cuenta con actores jóvenes -como el evangélico Philip Winchester-, una cuidada ambientación y buenos efectos especiales. Es cierto que tiene inexactitudes históricas, como el error de reducir los modelos alemanes al triplano del Barón Rojo -cuando la mayorí­a eran biplanos-, pero la explicación es sencilla: es simplemente, una forma de distinguir cuáles son los aviones alemanes.

Para muchos, la pelí­cula que representa la primera guerra mundial en el cine, es sin lugar a dudas, ′Senderos de gloria′ (1957). Algunos la consideran incluso la mejor obra de Kubrick. Yo no dirí­a tanto, pero muestra la futilidad y el horror de las trincheras, desde una perspectiva esencial para entender la injusticia de esta guerra: la incompetencia e irresponsabilidad de unos mandos, que no dudaron en mandar a miles de jóvenes a una muerte segura, sin ellos tener que arriesgar nada.

Como siempre en Kubrick, la historia está basada en un libro. En este caso, inspirado en un suceso real, descrito en 1935, que el director leyó de adolescente. La adaptación la hace uno de los más salvajes autores de novela negra, Jim Thompson. La pelí­cula no podrí­a haber sido posible sin Kirk Douglas, que invirtió el dinero en una producción que no esperaba que ′diera un céntimo′. Cuenta como un general da la orden de atacar una colina infranqueable y tres soldados franceses son ejecutados como ′chivos expiatorios′, tras el error cometido por el alto mando. Su muerte es como una ′crucifixión de tres ladrones sin Cristo, o tres cristos sin un ladrón′.

Rodada en Munich, ′Senderos de gloria′ fue prohibida en Francia y tampoco pudo estrenarse en Bélgica. Lo mismo ocurrió en España, Suiza, o Israel. Es una historia dolorosa, que Kubrick quiso acabar con una nota de esperanza en la escena en la que los camaradas de los soldados muertos se emocionan hasta las lágrimas cuando una joven prisionera alemana canta en su lengua natal. Se llamaba Christiane Harlan y se convirtió en la tercera esposa de Kubrick, madre de sus dos hijas.

Los movimientos de cámara están basados en el maestro Ophuls, pero el ′travelling′ lateral es tí­pico de Kubrick -cuando la imagen acompaña a un personaje que se desplaza horizontalmente, o muestra algo desde un lado, desplazándose la cámara sobre unas ví­as-. Hay algunas inexactitudes históricas como la extensión y profundidad de las trincheras, que eran mucho más bajas y estrechas, pero nunca se ha mostrado tan bien el frente occidental en 1916. Es una obra realista y dramática, que no sólo llega a la mente, sino que toca el corazón. Absolutamente imprescindible.

Cuando al Premio Nobel de Literatura, Alexander Solzhenitsyn, le preguntaron por qué una Europa ′llena de salud y riqueza′, como la de 1914, ′cayó en tal furia, que se automutiló′, el escritor ruso contestó que ′se habí­an olvidado de Dios′. El libro del historiador Philip Jenkins, ′La gran guerra santa′, sin embargo, muestra ′cómo la primera guerra mundial se convirtió en una cruzada religiosa′. Lo que quiere decir el profesor de Estudios Religiosos de la Universidad de Baylor, es que eran cristianos los que se enfrentaban en uno y otro lado.

El nacionalismo se convirtió en una religión. Es sorprendente que en Alemania, teólogos liberales como Adolf von Harnack en su ′Militia Christi′, exaltan la guerra con su propaganda religiosa. Esto es lo que hizo que Karl Barth rompiera en 1915 con la teologí­a liberal de su maestro, para volver a la Epí­stola a los Romanos. Antes de la guerra, Barth habí­a estudiado con los principales teólogos liberales de la época. Compartí­a su sueño utópico del progreso humano y el cambio social, pero la carnicerí­a y bestialidad de la guerra, destruyó todas sus ilusiones en el optimismo liberal.

Su comentario a la Epí­stola a los Romanos destaca ′la Deidad de Dios′, pero también ′la noche′ de la depravación humana. Cuando visite por primera vez, la universidad de Kampen en Holanda, a mediados de los ochenta, me enseñó la Facultad de Teologí­a y su biblioteca, un estudiante de doctorado que investigaba el concepto de ′la noche′ en Karl Barth. Aunque el ya no tiene que ver con la teologí­a -trabaja para la empresa holandesa de aviación Fokker-, guardo con aprecio su tesis y aquella conversación en la que me contó un viaje a Barcelona.

Acabo este artí­culo de la serie, que continuaremos la semana que viene, con una cita del comentario de Barth al versí­culo 18 del primer capí­tulo de Romanos, que encabeza con el tí­tulo ′La noche′. Es así­ como traduce el texto bí­blico, Abelardo Martí­nez de la Pera, en la versión de Barth, publicada por la BAC en 1998: ′Pues la ira de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda irreverencia e insumisión de los hombres que mantienen presa la verdad en las cadenas de su insumisión′.

Dice así­ el teólogo suizo: ′ ¡Dios! No sabemos lo que decimos con ese nombre (′) Porque pensamos de nosotros lo que sólo es lí­cito pensar de Dios, no podemos tener acerca de Dios una idea más elevada que sobre nosotros mismos. Porque somos para nosotros mismos lo que Dios deberí­a ser para nosotros, Dios no es para nosotros más que lo que nosotros somos para nosotros mismos. La secreta identificación con Dios trae consigo el manifiesto aislamiento respecto de él. El dios con minúscula lleva a prescindir del Dios con mayúscula.′

Al final, Solzhenitsyn tení­a razón: ′ ¡se habí­an olvidado de Dios!′. Es más, quisieron ser como Dios. Es la antigua mentira de la Serpiente (Génesis 3:5).

Por la cual, cuando nos convertimos en nuestro propio dios, es el ser humano el que muere. A veces, las cosas son tan simples como esta, ¿verdad? ¡Y qué fácilmente lo olvidamos!


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