El dinero es dios en Wall Street

Escrito por el 5 de septiembre de 2022

′La ambición es uno de los grandes problemas del ser humano′, dice Oliver Stone. En las dos películas que ha dirigido sobre Wall Street, él cree que la pregunta es la misma: ′¿Qué es lo que alguien puede llegar a estar dispuesto a hacer por dinero?′

Este es el dilema que tiene que afrontar Gordon Gekko, el poderoso ejecutivo de la bolsa de Nueva York -interpretado por Michael Douglas- que tiene en la avaricia su religión. ′La crisis en la que estamos es una consecuencia en definitiva′ -para Stone- de que ′el dinero es Dios′.

23 años después del film original, el director ha hecho una secuela de Wall Street con el subtí­tulo: El dinero nunca duerme. Esta extraña continuación hace una crónica de lo que ha ocurrido con el paso del tiempo, para que esta sociedad considere legal, lo que en los años ochenta llevó a Gekko a la cárcel. Si en 1987 Stone destapaba la corrupción interna del entonces glamoroso y admirado mundo de la bolsa, que consideraba la codicia «buena», ahora muestra cómo «la codicia es legal». El abyecto bróker busca su redención por la recuperación del amor perdido de su hija. Un giro sorprendente, que ha hecho que muchos califiquen al film de conservador y convencional, cuando en el fondo resulta tan extraño e imprevisible como el original.

Cuando Stone hace la primera pelí­cula en 1987, hubo un lunes negro en octubre, en que la bolsa perdió más de quinientos puntos, haciendo tambalear el sistema financiero con el terremoto más intenso desde el crack del 29. El director decidió fechar la acción en 1985, cuando imperaba la inestabilidad en los sistemas bursátiles. Mero oportunismo, pensaron algunos, cuando el realizador le daba vueltas a una pelí­cula sobre el mundo de las finanzas desde que escribió el guión de El precio del poder para Brian de Palma y Al Pacino en 1983.

El padre de Stone fue bróker en Wall Street toda su vida. Este agente de bolsa judí­o no era un hombre rico, pero pudo enviar a Oliver a estudiar a Yale, donde fue compañero de Bush. Su carrera muestra la mala conciencia del pensamiento liberal norteamericano. Si su padre era republicano y odiaba a Roosevelt, a sus 64 años, Stone sigue describiendo en una reciente entrevista su enfrentamiento a la ideologí­a paterna como «la batalla de su vida». Su cine no es la obra de un provocador y oportunista, sino un continuo ejercicio de exorcismo de su mala conciencia -como claramente ha demostrado Marga Durá en su brillante estudio sobre el realizador en Dirigido Por-.

Stone no sólo revisita sus vivencias, sino se pregunta por lo que no vivió y le hubiera gustado experimentar. Si en Platoon (1986) cuenta sus recuerdos de Vietnam, en The Doors (1991) se imagina cómo deberí­a haber sido el verano del amor y las drogas. «El cine se convierte para el autor -dice Durá- en un modo de saldar las deudas pendientes con lo que fue y lo que quiso ser». Esto hace que sus pelí­culas resulten a veces desconcertantes.

Las motivaciones de Stone tienen poco que ver con lo cinematográfico y todo con su realidad vital. Sus muchos detractores le juzgan generalmente por razones ideológicas, cuando en su obra se borra la frágil frontera entre el personaje y su autor. Una de sus excentricidades más curiosas es la forma como se identifica con el protagonista de sus pelí­culas. Aunque hay actores del método que se comportan como el personaje que van a interpretar -estilo Pacino-, no hay directores que se metan en la piel de sus personajes, como hace Stone.

Cuando hace Salvador (1986), el director sale de juerga salvaje con el protagonista. En Platoon se comporta como un comandante con los actores. Mientras hace las dos partes de Wall Street, se le puede ver en todas las fotos del rodaje luciendo trajes caros, a la vez que invierte en la bolsa. Al realizar Nacido el 4 de julio (1989) se siente aquejado de muchos males, que los médicos diagnostican como psicosomáticos. En la filmación de The Doors toma peyote y se marcha de los bares del Sunset Strip sin pagar. Todo esto resulta grotesco, para una industria que ya no ve el cine más que como mero entretenimiento.

Como dice ángel Sala, la segunda parte de Wall Street es «una reflexión sobre el paso del tiempo». La frialdad del thriller inicial se convierte ahora en un drama sentimental. Cuando todos esperan un polémico análisis de las causas de la actual crisis económica, Stone muestra al maduro Gekko en busca de redención personal. En el agrietado rostro de Michael Douglas se puede ver todo lo que ha pasado, hasta el cáncer que todaví­a no le habí­an diagnosticado al actor y lo ha convertido probablemente en su última pelí­cula. El principio no puede ser más prometedor. Gekko sale de la cárcel con su viejo teléfono móvil, extrañado ante la limusina que espera al recluso afroamericano, que acaba de ser liberado con él.

Los nuevos valores de Wall Street son gente sana como el personaje que interpreta Shia LaBeouf. Nada de las fiestas salvajes de los ochenta. No se exhibe la cocaí­na o la prostitución de lujo. La pelí­cula se desdibuja cuando la acción se concentra en los jóvenes protagonistas, pero gana fuerza cuando se centra en los personajes más viejos. Veteranos como Frank Langella o Eli Wallach hacen papeles impresionantes. La relación entre maestro y alumno, aprendizaje y redención, está en la clave de este dí­ptico, que busca ahora rehabilitar a Gekko.

No es extraño que el tema de la reconciliación con el padre sea el que despierte los más profundos sentimientos del maduro Stone, buscando reconciliarse con la memoria del padre bróker con el que ha estado luchando toda su vida. Esa es la explicación del carácter melancólico y sensible de una conclusión, que se olvida de las conspiraciones financieras, para hablar de asuntos más í­ntimos. No son concesiones comerciales, sino ansí­a de redención, lo que lleva a Stone a buscar el padre que hay en Gekko.

Fue Nietzsche ya el que observó que la ausencia de Dios en la cultura occidental habí­a sustituido la divinidad por el dinero: «Lo que antes se hací­a por amor a Dios, ahora se hace por amor al dinero». La cultura de la codicia ha dominado este nuevo milenio, donde la avaricia ya es legal. No es sin embargo un problema nuevo. Jesús advierte más sobre el peligro de la codicia, que el del sexo. Lo sorprendente es que nadie parece sentirse culpable por ello.

El Evangelio nos habla de Zaqueo, un recaudador de impuestos (Lucas 19), despreciado por la sociedad. En aquella época Israel era además una nación conquistada. Los romanos oprimí­an a los judí­os con impuestos, utilizando a estos agentes como colaboradores. Todo el mundo los despreciaba. Un «pecador» (v. 7) era alguien marginado. ¿Qué llevarí­a a un hombre como ese a tener semejante ocupación?, ¿dónde estaba la atracción de traicionar a tu familia y vivir como un paria en tu propia sociedad? La respuesta es clara: el dinero.

El recaudador de impuestos estaba autorizado a sacar beneficio de lo que cobraba. Pedí­a más dinero de lo que daba al gobierno. Hoy llamarí­amos a eso extorsión. Era una actividad enormemente lucrativa. Zaqueo era además un recaudador «principal» (v. 2), que estaba a la cabeza misma del sistema. Era alguien rico, pero odiado.

Pablo dice que la codicia es una forma de idolatrí­a (Colosenses 3:5; Efesios 5:5). Ya que no es sólo amor al dinero, sino algo que produce una increí­ble ansiedad. Jesús por eso nos advierte que «la vida de un hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee» (Lucas 12:15). Porque la codicia hace que uno se defina por lo que tiene y consume. Basamos nuestra identidad personal en el dinero.

Los idólatras aman, confí­an y obedecen a sus í­dolos. Si «el dinero es un dios», como Stone dice, lo podemos amar, confiar y obedecer. Lo amamos, porque nos pasamos el dí­a pensando en nuevas formas de hacer dinero, fantaseando en cosas que comprar y envidiando a los que tienen más que nosotros. Confiamos en él, porque sentimos que nos da control sobre nuestra vida, nos ofrece seguridad y esperanza. Lo obedecemos, porque como Gekko, somos capaces de «vender nuestra alma» por dinero.

Si vivimos para el dinero, somos esclavos del dinero, aunque digamos que servimos a Dios (Lucas 16:13-15). Si decimos que nuestra identidad y seguridad está en í‰l, no podemos estar dominados por la ambición y la ansiedad. Ya que no podemos servir a dos señores. Jesús ve por eso a mucha gente religiosa tan perdida, como las prostitutas y los corruptos recaudadores de impuestos. Al llamar al avaricioso Zaqueo (Lc. 19:3-7), queriendo no sólo hablar, sino comer con él, Jesús nos muestra que la salvación es por gracia, no por reforma moral o cumplimiento de la ley.

No era Zaqueo, sino Jesús, el que quiso entrar en su vida. Es por gracia que él descubre la generosidad, yendo más allá de lo que la ley exigí­a, dando cuatro veces más de lo que debí­a (vv. 8-10). Aquel que no diezmó su vida y su sangre por nosotros, nos hace «deudores a su gracia», queriendo entregarle nuestra vida. La salvación de Dios no viene en respuesta a una vida cambiada, sino que nuestra vida cambia en respuesta al regalo de su salvación. La pregunta de Zaqueo no es cuánto tengo que dar, sino cuánto puedo dar. ¿Qué puede cambiar nuestro codicioso corazón en verdadera generosidad? ¡Sólo la gracia transformadora de nuestro Señor Jesucristo!

No te tienes que preocupar por el dinero, en la cruz Dios nos muestra que í‰l cuida de nosotros y nos da seguridad. No necesitamos envidiar el dinero de otros, su amor y salvación nos da una identidad que el dinero no puede darnos. El dinero no puede redimirnos de la tragedia de nuestra vida. Hace falta un amor mayor que el que Gekko siente por su hija, para liberarnos de la tiraní­a que el dinero tiene sobre nosotros: El amor de Aquel que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (2 Corintios 8:9).

Su gracia es la que nos enriquece, dándonos un tesoro en los cielos (1 Pedro 2:9-10). Porque ¿dónde estará sino tu tesoro, cuando todo te falte? La herencia de Dios es tener a Dios como un Padre eterno. Su amor nunca nos fallará. La satisfacción que í‰l nos da, no es comparable a nada de lo que el dinero nos puede ofrecer. ¡í‰l nunca nos decepcionará!

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