El extraño caso de Robert Louis Stevenson

Escrito por el 4 de enero de 2023

Me ha llevado mi hija a ver una exposición de Robert Louis Stevenson (1850-1894) -el autor de La isla del tesoro o El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde- en Edimburgo, donde está acabando la carrera de filología inglesa. Ella tiene ahora la misma pasión que yo -cuando era adolescente- por este escritor, cuya obra todavía me conmueve.

′Una voluntaria convulsión de la naturaleza bruta′, son las últimas palabras que escribió en la amplia veranda de su casa en una isla del Pacifico, el dí­a que murió de una hemorragia cerebral, cuando tení­a 44 años. Enfermo de tuberculosis, observa: ′durante catorce años, no he tenido un solo dí­a de salud; me he despertado enfermo y he ido a la cama agotado′. Estaba increí­blemente delgado, apenas una bolsa de huesos, pero sentí­a intensamente, lloraba fácilmente y amaba libremente.

El exilio de Samoa le habí­a traí­do la nostalgia de sus ancestros escoceses, que rememora en sus últimas cartas y la novela que dejó, como la historia de su vida, inacabada. El exilio es un estado de mente -como observa su biógrafo Ian Bell-, tanto como una condición del corazón o una situación fí­sica. Nos lleva a preguntarnos quiénes somos y qué hacemos aquí­′

Los padres de Stevenson -como los mí­os- fueron devotos presbiterianos, pero -como yo- tampoco tuvo una educación estricta. Su familia, por parte de padre, eran ingenieros constructores de faros. Mientras que por parte de madre, los Balfours, eran pastores protestantes. Ambas tradiciones no estaban contrapuestas. Aunque su padre rechazó tener responsabilidades en la iglesia, tomaba en serio su fe. Su calvinismo le daba ′un morboso sentido de su propia indignidad′, recuerda el escritor.

La tradición evangélica era tan importante entonces en Escocia como el whisky. Stevenson escuchó tantos sermones de su abuelo – Lewis Balfour (1777-1860) -, como historias de su niñera -Alison Cunningham, que llamaba cariñosamente Cummy- sobre los mártires de la fe reformada – los Covenanters-, El progreso del peregrino -la alegorí­a del pastor bautista John Bunyan- y la Biblia entera -tres veces, antes de saber leer-, mientras pasaba los dí­as en la cama, enfermo. No es extraño que se dedicara a ′jugar a la iglesia′, construyendo con sillas y mesas un púlpito, para hacer de pastor.

El Shabbath era guardado el domingo en Escocia, de una manera tan rí­gida que no se permitió el tráfico de trenes hasta 1860. El calvinismo dominaba la clase media, que tení­a el control de los ayuntamientos, ordenando la vida pública como la escuela dominical. El presbiterianismo se rompió en Escocia en 1843, cuando Thomas Chalmers -fundador de la Alianza Evangélica-, sale de la asamblea general para librar a la iglesia del patrocinio de los ricos, que podí­an establecer al pastor que quisieran en su parroquia. Como no era una discusión sobre los fundamentos de la fe, sino sobre la independencia de la Iglesia, sus padres se quedaron en la iglesia estatal.

En 1867 su padre adquiere una casa de vacaciones, a los pies de los montes de Pentland. En ese lugar, en 1666, unos soldados buscaban Covenanters -presbiterianos aliados frente a la interferencia de la monarquí­a de los Estuardo en la Iglesia de Escocia-. Encontraron entonces un anciano, al que empezaron a maltratar cuando se negó a pagar una multa. Iban a marcarle con hierro ardiendo, cuando los habitantes de su aldea se enfrentaron a la guarnición. A causa de ello, murieron cientos de Covenanters, que inspiraron al joven Stevenson a escribir su historia -cuando tení­a sólo 16 años-, en su primer libro -publicado privadamente por su padre en 1866, a los doscientos años de la matanza-.

Hijo único, hasta en su último libro inconcluso Stevenson lucha con la imagen de su padre, cuya justicia le alejaba del Padre celestial, en quien él creí­a. Hasta el final de su vida, el escritor mantuvo un vago teí­smo, imposible de relacionar para él con los terrores del infierno, sobre el que le advertí­a su niñera. Para ella, jugar a las cartas e ir al teatro era pecado -cosa que sí­ hací­an sus padres-. En la Universidad tiene una crisis de fe y empieza a frecuentar el lado oscuro de las calles de Edimburgo. Según sus biógrafos, tiene entonces una relación romántica con una prostituta, cuyo nombre evoca el personaje de Catriona.

Su ropa se hace cada vez más bohemia, dejándose crecer el pelo y no quitándose nunca la chaqueta de terciopelo, que aparece en la mayor parte de sus retratos. Entra entonces en un club con su primo, que se caracteriza por ′rechazar todo lo que nuestros padres nos han enseñado′. Cuando su padre lo descubre, tienen una discusión que lleva a la ruptura entre ellos. ′ ¡Qué condenada maldición soy para mis padres!′ -escribe-. Mi padre me dice: Has hecho que toda mi vida sea un fracaso. Mi madre asegura: Esta es la más pesada aflicción que me ha caí­do. ¡Oh, Señor, qué agradable es haber condenado la felicidad de probablemente las dos personas que malditamente menos importas en esta vida!′.

En la exposición que veo con mi hija, hay un mueble que tení­a Stevenson de niño en su habitación, que perteneció a la legendaria figura del Diácono Brodie (1741-1888). Este fabricante de armarios que fue presidente de la Cámara de Comercio y canciller de la ciudad, se descubrió que llevaba una vida secreta como ladrón y jugador, siendo finalmente ejecutado en la horca. La dicotomí­a entre su fachada al mundo y su naturaleza oculta, inspiró la obra que da lugar a El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

Junto con otros relatos que leí­ en mi adolescencia, como Markheim, muestra la obsesión de Stevenson por la dualidad del ser humano. La exhibición sugiere también Romanos 7 como la principal fuente de inspiración del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Su protagonista ′reflexiona profunda y repetidamente sobre esa dura ley de vida que constituye el meollo mismo de la religión y representa uno de los manantiales más abundantes de sufrimiento′, que llama ′la doble naturaleza del hombre′.

El problema es de tal dimensión, que su personaje observa como: ′a pesar de mi profunda dualidad, no era en sentido alguno hipócrita, pues mis dos caras son igualmente sinceras′. Ya que ′era el mismo yo, cuando abandonado todo freno me sumí­a en el deshonor y la vergüenza, que cuando me aplicaba a la vista de todos a profundizar en el conocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimiento′. Es ′en el terreno de la moral y en mi propia persona donde aprendí­ a reconocer la verdadera y primitiva dualidad del hombre′. Descubre así­ que ′las dos naturalezas que contení­a mi conciencia podí­a decirse que eran a la vez mí­as porque yo era radicalmente las dos′.

Cuando leí­ este relato sentí­ el vértigo que sobrecogió a Stevenson al mirarse hací­a dentro. El descubrimiento de esa misma dicotomí­a en mi adolescencia, me hizo sentir un ví­nculo especial con su obra. Aunque no llego, como Fernando Savater, a leer La isla del tesoro todos los años, yo también encuentro en este libro la aventura de la vida misma. ′Esta radical ambigüedad es el secreto o, si se prefiere, el tesoro de este cuento impar′, como dice Savater.

Como si hablara de su propia biografí­a, el pensador vasco observa como ′la figura intrigante de Jim Hawkins acumula inacabables ambivalencias′, pues ′circula de un bando a otro en un tráfago vertiginoso y equí­voco, incapaz de aquietarse en un campo, fiel solamente a su condición de prófugo, de infiltrado′. Todo el que se ha sentido en tierra de nadie, como Stevenson, se identifica con su personaje. Aunque el conflicto de Stevenson es de una moral diferente a la que ha vivido Savater. Tiene que ver con la fe recibida de su padre, que llegó a escribir un libro en defensa de ella, al ver el Cristianismo confirmado.

Como el filósofo reflexiona, es la relación entre Jim y Silver, la clave de la novela. El relato se inaugura con la muerte del padre de Jim y se cierra con la desaparición de Silver, el pirata que constituye la imagen paterna del muchacho, tras su orfandad. Savater lo ve como ′el padre que enseña a renunciar a los padres′. Algo que Stevenson nunca logró, ni en su exilio en el Pacifico, como demuestran sus últimas páginas, que buscan la recuperación de la infancia.

Los cristianos que nos hemos sentido atraí­dos desde nuestra adolescencia por lo que en cí­rculos evangélicos se llama el mundo, nos hemos sentido como Stevenson intentando vivir entre dos mundos. Como describe Lloyd-Jones la experiencia de Romanos 7, no serí­a ni el Saulo inconverso, ni el apóstol cristiano. Es, según él, un creyente en transición, que no duda en describir como la persona que se siente más miserable en el mundo. Porque está demasiado agobiado por la culpa para disfrutar del mundo, pero es demasiado mundano para la iglesia. ¡Cuántos nos hemos sentido así­!

′Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago′, cita el texto de la exposición. Estas palabras vienen del libro que la muestra dice que Stevenson leí­a, interesado incluso acerca de sus dificultades de distribución en España -tal y como cuenta el agente de la Sociedad Bí­blica, George Borrow en La Biblia en España, que le acompaña en sus Viajes con burra por Francia, cuyo ejemplar está expuesto aquí­ en el museo-.

Las dos mujeres de las que estuvo enamorado, tení­an también origen protestante. Fanny Sitwell era doce años mayor que él y habí­a estado casada con un pastor, pero ella prefiere a su amigo, el profesor de arte de la Universidad de Cambridge, Sidney Colvin, que edita luego su obra. La Fanny con la que se casa, se llamaba antes Osborne y era también once años mayor que él. Hija de un devoto presbiteriano americano – bautizado por el padre de la autora de La cabaña del tí­o Tom- estaba separada, cuando la conoció Stevenson. Interesada por lo oculto, lleva al escritor a Francia y luego a California, para terminar en los mares del Sur.

En el Pací­fico, Stevenson encuentra cinco misioneros, tres anglicanos y dos metodistas. A pesar de su inicial rechazo, acaba apreciando su labor. Lee la Biblia cada dí­a y durante un tiempo cantan un himno, orando el Padre Nuestro en un culto familiar, mientras su madre está con ellos, llegando a ser maestro de escuela dominical. Uno de los misioneros le da un entierro protestante en Samoa, donde escribe un libro de oraciones y moral cristiana. Todo parece indicar que volvió a sus raí­ces, después de una juventud rebelde. ¿Cómo podemos tener nosotros esa misma esperanza?

Stevenson entendió dónde está la fuente de salvación. En su obra El Almirante Guinea, el personaje John Gaunt -cuyo apellido significa literalmente Afligido-, que ha sido un esclavista como John Newton, dice a alguien llamado Christopher French: ′la salvación viene de arriba′. Esas son las palabras de Jesús a Nicodemo en el Evangelio según Juan 3:3. En su poema Muerte, asegura que ′él perdona a pecadores, limpia al impuro′. Como uno de los personajes del Prí­ncipe Otto, descubre que ′ante la eternidad, es un pensamiento de consuelo que tenemos otros meritos que los propios′.

′La fe es creer en Dios′, escribe a su madre, pero Jesús dice que es también ′creer también en mí­′ (Juan 14:1). El Almirante Guinea dice: ′Arrepiéntete, ora por un nuevo corazón, limpia tus pecados con lágrimas, huye del terror de la ira venidera′. A lo que Pablo y Silas añadirí­an: ′Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo′ (Hechos 16:31). Esa es la esperanza que salva. Puesto que, como dice el himno de Toplady, Roca de los siglos:

Aunque fuese siempre fiel,
aunque llore sin cesar,
del pecado no podré,
justificación lograr.
Ningún precio traigo a Ti,
mas tu cruz es para mí­.


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