Javier Cercas y las desconocidas leyes de la frontera

Escrito por el 18 de septiembre de 2023

«Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos ante los demás, que al final nos disfrazamos ante nosotros mismos». Con esta cita en francés de François de la Rochefoucauld, se abre la nueva novela de Javier Cercas, Las leyes de la frontera. Su lectura me ha impresionado profundamente. Hay libros que son «como un espejo, no es uno el que los lee a ellos, son ellos los que lo leen a uno» (p. 381).

Cuando leí­ los primeros comentarios en la prensa, no me llamó demasiado la atención. Las novelas de Cercas siempre me han atraí­do -no tanto sus artí­culos, que, como los de Javier Marí­as, se pierden a menudo en la vorágine polí­tica del momento-, pero su nuevo libro parecí­a otro acercamiento periodí­stico a la Transición a la democracia en España (1975-1982), que me recordaba demasiado a su libro anterior sobre el intento de golpe de estado en 1981 -Anatomí­a de un instante-. Me equivoqué.

Las leyes de la frontera es probablemente una de las obras más personales que ha hecho Javier Cercas. Cuando saqué el libro de la biblioteca -para darle una oportunidad, que es lo que hay que hacer cuando los prejuicios nos superan-, me sentí­ atrapado desde la primera página. El regreso a esta España de finales de los años setenta, me trajo los recuerdos no sólo de mi generación -Cercas nació el 62, yo el 64-, sino los miedos de una edad, cuando las fronteras están más diluidas que nunca.

Este es un libro sobre la confusión de la adolescencia, cuando uno se intenta alejar de la familia y escapar de la rutina. Nos trae la memoria del primer amor y el despertar del sexo, pero sobre todo la tragedia de la pérdida de una inocencia que nunca recobraremos. Hace un relato alternativo a la historia oficial de la Transición, ′que ha olvidado la cruz para fijarse solo en la cara limpia y mitificada′ (Luis de León Barga). Nos enfrenta al lado oscuro de sus incertidumbres y las falsas verdades.

Aunque Cercas es extremeño -nació en Ibahernando, Cáceres-, ha vivido en Gerona desde que tení­a quince años -como el protagonista de su novela-. Hací­a tres años que Franco habí­a muerto, pero el paí­s continuaba gobernándose por sus leyes y olí­a igual de mal. En muchas ciudades españolas habí­a entonces un ′barrio chino′, no porque vivieran allí­ inmigrantes orientales, sino que se amontonaba una población marginal, que se veí­a como un centro de delincuencia y prostitución.

En una parte elegante de la actual Girona -hoy llena de restaurantes de moda y tiendas chic-, hubo una zona ′húmeda, solitaria y cochambrosa′, en medio de esa ciudad de posguerra, que Cercas recuerda como ′un poblachón oscuro y clerical, acosado por el campo y cubierto de niebla en invierno′. En aquella época, la ciudad estaba rodeada por un cinturón de barrios donde viví­an los charnegos, como se llamaba entonces a los inmigrantes llegados del resto de España a Cataluña, ′gente que en general no tení­a donde caerse muerta y que habí­a venido aquí­ a buscarse la vida′.

Allí­ vivió una temporada el delincuente juvenil Juan Moreno Cuenca (1961-2003) -conocido como El Vaquilla-. En la cárcel tuvo un abogado que conocí­a Cercas y ha escrito ahora un libro. Cercas lo leyó mientras visitó una exposición -que hubo en Barcelona y Madrid-, sobre los ′Quinquis de los 80′. Para el gitano, el quinqui es una mezcla entre gitano y payo, pero en general era sinónimo de delincuente. La expresión se populariza a partir de El Lute, que era literalmente quinquallero -calderero, o sea que vendí­a cosas de metal barato-, antes de dedicarse a la apropiación de lo ajeno.

′Por primera vez en mi vida -dice Cercas- encontré en un museo una exposición que hablaba de mí­ mismo, de mi propia experiencia′. Allí­ habí­a máquinas del millón (lo que en otros paí­ses se llama flippers, ahora pinballs, que fueron muy populares en los años setenta), carteles de pelí­culas (al cine quinqui se dedicaron por completo directores como José Antonio de la Loma o Eloy de la Iglesia, pero también hicieron incursiones autores tan prestigiosos como Carlos Saura con Deprisa, deprisa) o carátulas de discos de Los Chichos o Los Chunguitos (que salí­an hasta en La edad de oro, el programa de la movida madrileña).

Al final de la exposición habí­a una sala con grandes retratos en blanco y negro de muchachos de la época. Todos estaban muertos. Y el escritor se preguntó: ′¿Cómo es que yo no soy uno de ellos?′. Ese es el origen de su novela, cuyo protagonista no es un quinqui, sino un adolescente de clase media como Cercas. Ignacio Cañas conoce al Zarco -trasunto del Vaquilla-, en el verano de 1978 -cuando tení­a 16 años, como el autor del libro-, que inmediatamente le llama el Gafitas.

¿Qué hace que un chaval de buena familia pueda estar abocado a la delincuencia y a la drogadicción? Nuestros padres nos enseñaron que las malas compañí­as. La psicóloga Rich Harris, así­ lo afirma en El mito de la educación (1998), cuando dice que en la formación de un hijo influye más su grupo de amigos que sus padres. El proceso de asimilación generacional hace que adoptemos la vestimenta, el peinado y las ideas del grupo. Desde que tenemos uso de razón, queremos parecernos a otros. Lo que varí­a es el grado de comprensión o frustración de los padres, que asisten a tales cambios.

Lo interesante de Las leyes de la frontera, es que su protagonista es un solitario, que sufre acoso escolar -lo que hoy conocemos por el anglicismo bullying-. La infancia puede ser cruel en el patio del colegio, pero para el Gafitas, ′el sentimiento esencial de la adolescencia es el miedo′ (p. 18). En el colegio alguien se empieza a burlar de él. Le llaman Dumbo. Se rí­en de su torpeza con las chicas, sus gafas de ′empollón′. Pronto las palabras no bastan. Le dan puñetazos, a los que responde en broma, intentando devolver los golpes. Las risas se convierten entonces en lágrimas y deseo de escapar.

′Ir cada dí­a al colegio se convirtió para mí­ en un calvario -dice el protagonista-. Durante meses me acosté llorando y me levanté llorando. Tení­a miedo. Sentí­a rabia y rencor y una gran humillación. Me sentí­ atrapado. Querí­a morirme′ (p. 21). Se refugia así­ en casa, donde se dedica a leer y ver la tele. Es aficionado a la serie japonesa La frontera azul, que puso TVE a finales de los setenta, una especie de versión oriental de Robin Hood. De ahí­ viene el tí­tulo del libro y la conclusión final de la historia.

Lo que pasa el verano de 1978, es que, por muy hundido o acobardado que esté, un chaval de dieciséis años no es capaz de quedarse el dí­a entero en casa. Va a unos billares de esos que se convirtieron en salones recreativos en los ochenta. Son un lugar de juego para adolescentes con futbolines, maquinas del millón y luego de marcianos. Es allí­ donde conoce al Zarco y a Tere. Hasta entonces se habí­a comportado como un buen chico. Así­ comienza su paseo por el lado salvaje de la vida.

Delante del colegio evangélico, donde estudié a finales de los setenta, habí­a uno de esos billares. El centro tení­a entonces alumnos internos, que vení­an de familias problemáticas. Algunos eran especialmente violentos. No tengo recuerdos agradables de aquellos años. El dí­a que no iba a clase, era feliz. Como Gafitas, yo sólo disfrutaba de la lectura y la televisión, hasta los confusos años de adolescencia.

La única forma de sobrevivir aquellos años, era como Gafitas, buscándose alguien que te protegiera. Tení­a un buen compañero, que era más fuerte que yo. Era muy aficionado al fútbol -cosa que yo nunca he sido-, pero no tení­a apenas amistades. Viví­a con su madre soltera en Vallecas. Recuerdo haber ido a su casa en Entreví­as. El miedo se palpaba allí­ en el ambiente. Los quinquis recorrí­an las calles, observando al que vení­a de fuera con ojos amenazadores.

Al acabar el bachillerato, tuve que ir a un instituto recién abierto en el centro de Madrid, en pleno barrio de Malasaña. Veo ahora en Internet las noticias que aparecieron en la prensa sobre el tiempo que estuve allí­ a principios de los ochenta. Según el diario Ya, el Instituto San Mateo presentaba en 1982 una ′situación insostenible de altercados y violencia′. Recuerdo a la policí­a corriendo por las escaleras; alumnos tirando bancos y macetas por las ventanas; grupos de extrema derecha con bates de béisbol en la puerta, dando golpes a los que llevaban melena…

No es extraño que el centro se cerrara, hasta reabrir el año 2011 como centro de Bachillerato de Excelencia. Pasaba los dí­as en los bancos del parque que habí­a delante, acostumbrándome al olor de los ′porros′ que fumaban mis compañeros, que tení­an un aspecto claramente marginal. Era el comienzo del gobierno socialista, el principio de la Movida madrileña y las palabras del alcalde, el viejo profesor Tierno Galván: ′ ¡Rockeros, el que no esté colocado, que se coloque′ y al loro′. Increí­ble, ¿verdad?

Como se ve en la exposición, el mito de delincuentes como El Vaquilla no lo inventó la gente, sino sobre todo los medios de comunicación, las canciones y las pelí­culas. Cuando Sabina cantaba al Jaro en 1980 -muerto un año antes, a los 16 años, cuando un vecino le disparó de una ventana al verle cometer un atraco-, Eloy de la Iglesia hací­a su primera pelí­cula sobre él, Navajeros, con José Luis Manzano -a finales de esa década, los dos eran adictos a la heroí­na-. Cuando el actor sale de la cárcel en 1992, aparece muerto de sobredosis en la casa del director homosexual -en la novela, el personaje de Fernando Bermúdez es una mezcla de De la Loma con De la Iglesia-.

Es de una de esas pelí­culas, que Cercas saca el personaje del Gafitas como un adolescente pusilánime de clase media, que se endurece al entrar en la banda del Zarco y parece dispuesto a traicionarle, para disputarle el liderazgo y a su chica, siendo el único que escapa de la policí­a. El Gafitas les sirve de cebo, por su aspecto de estudiante de los Maristas de no haber roto un plato, que hablaba catalán -por lo que serví­a de ′pantalla′ en sus ′palos′, o sea, robos-. Era la época de ′el tirón′, cuando robaban coches y buscaban señoras mayores, para llevarse el bolso. El Jaro confesó que aprendió esa técnica viendo Perros callejeros (1977) de José Antonio de la Loma.

El que hace en esa pelí­cula del Vaquilla, ángel Fernández Franco (1960-1991), se convirtió en el delincuente Torete. Hizo tres más con De la Loma, junto a su hermano, muerto en 1995. En la cuarta era el abogado del Vaquilla -como el personaje de Las leyes de la frontera-, antes de morir de sida. El protagonista de esta es uno de los pocos supervivientes. Raúl Garcí­a Losada se retiró del cine, después de interpretar al Vaquilla. Es ahora predicador evangélico en una iglesia de Entreví­as en Madrid.

Frente al determinismo que intenta explicar la delincuencia en términos meramente sociológicos o psicológicos, Cercas se asombra ante el misterio de la vida: ′Desde finales de los setenta hasta finales de los ochenta habí­an pululado por España centenares de chavales desarraigados como el Zarco, y la inmensa mayorí­a de ellos habí­a muerto en manos de la heroí­na, del sida o de la violencia, o simplemente estaba en la cárcel. Yo no. A mí­ hubiera podido pasarme lo mismo, pero no me pasó. A mí­ me habí­a ido bien. No me habí­an encerrado en la cárcel. No habí­a probado la heroí­na. No habí­a contraí­do el sida. No me habí­an detenido, ni siquiera′. (p. 196)

′A un adolescente -como dice Cercas-, nada satisface tanto como poder echar a alguien la culpa de nuestros males′. El protagonista lo hace así­ con sus padres, cuando empieza a volver a casa de madrugada, después de ir a las discotecas. ′Para cualquier chaval de esa edad la cárcel viene a ser, hasta que lo encierran o hasta que le ve de verdad las orejas al lobo, más o menos como la muerte: una cosa que le pasa a los otros′ (p. 90). Se tomaba sobre todo ′chocolate′ y pastillas, pero no heroí­na, ni cocaí­na. Eso vino después. ′Yo no tomaba drogas para que me aceptasen; las tomaba, porque me gustaban -dice el Gafitas-. Digamos que empecé haciéndolo por una especie de obligación, o de curiosidad, y acabé haciéndolo por placer, o por vicio.′(p. 67).

Cercas construye la novela a partir de las entrevistas de un escritor con algunos personajes de este relato. Lo que lo hace ambiguo e inquietante, para retratar la imperfección de la vida. Mi generación es la del baby boom, que conoció el paro juvenil de los años ochenta, después de pasar por clases masificadas y ser demasiados hasta para el servicio militar. La droga hizo entonces auténticos estragos. Con el sida caí­a la gente como moscas de un dí­a para otro, sin saber por qué. La pregunta del Gafitas -convertido ahora en abogado-, es la clave de esta historia: ¿por qué ellos y yo no?

El Gafitas convertido ahora en el abogado Cañas, se reencuentra con El Zarco a comienzos del nuevo milenio. ′Ya no era el mismo. Habí­a tenido tiempo de crear y destruir su propio mito. A finales de los setenta, era una especie de precursor, a finales de los noventa, era casi un anacronismo′ (p. 185), en solo veinte años. ′Náufrago de otra época. Todo era cosa de antes: ahora el paí­s habí­a cambiado por completo, los años duros de la delincuencia juvenil se consideraban el último coletazo de la miseria económica, la represión y la falta de libertades del franquismo y, después de veinte años de democracia, la dictadura parecí­a quedar muy lejos y todos viví­amos en una borrachera aparentemente interminable de optimismo y de dinero.′ (p. 186)

Ignacio Cañas trabaja en el mejor bufete de la ciudad. A sus cincuenta años, sus padres ya habí­an muerto, pero ′ahora todo el mundo quiere ser siempre joven′. Casado y divorciado, ′cuando habí­a conseguido el dinero y la posición que llevaba años peleando, me invadió un sentimiento de inutilidad, la sensación de que ya habí­a hecho todo lo que tení­a que hacer, de que lo que me quedaba por vivir no era exactamente la vida sino las sobras de la vida, una especie de prórroga insí­pida, o quizá la sensación era que la vida que llevaba era un error, una vida prestada, como si en algún momento hubiera tomado un desví­o equivocado o como si todo aquello fuera un pequeño pero espantoso malentendido′. (p. 190)

Antonio Gamillo, el Zarco, habí­a pasado más de veinticinco años en la cárcel o en busca y captura. Juzgado catorce veces, fue acusado de cometer casi seiscientos delitos. Herido seis veces en enfrentamientos con la policí­a y otras diez en peleas callejeras o carcelarias. En dos ocasiones se le habí­a juzgado por homicidio y en las dos fue absuelto. Habí­a conocido siete reformatorios y dieciséis cárceles distintas. Se habí­a escapado de todos los reformatorios y de muchas de las cárceles. Habí­a organizado varios motines e iniciado dos huelgas de hambre. Y sin embargo, el director general de Servicios Penitenciarios cree en su rehabilitación. ′Católico de misa diaria, es un hombre lleno de buenas intenciones y un creyente en la bondad natural del ser humano. En definitiva, un sujeto peligroso.′ (p. 239).

Aunque el Zarco es una persona, todaví­a era un personaje. Se habí­a vuelto engreí­do y petulante. A Cañas le choca su soberbia altivez e impaciencia despectiva, pero él es descrito también con la fatuidad del que ha conocido el éxito demasiado pronto. Su prepotencia y arrogancia esconden la debilidad de su fragilidad. El abogado orquesta una operación para sacarle de la cárcel por medio de una boda, utilizando a los medios de comunicación para conmover a la opinión pública y lograr del nacionalismo conservador catalán lo que no han conseguido del centralismo izquierdista madrileño. El problema es que la novia se adueña de la historia y se convierte en el centro de atención de la tele-basura. Se ha convertido en una mediópata, como él.

Las leyes de la frontera es sobre todo una historia de amor. El Gafitas entra el verano del 78 en la banda del Zarco por amor a Tere. Abandona la delincuencia de una forma providencial, sin saber qué ha pasado, ni qué relación tení­a ella con el quinqui. Cree que el Zarco le salvó la vida, mientras que él teme haberle delatado con sus comentarios. Tiene ahora una relación secreta con ella, escuchando música de aquella época, mientras intenta descubrir lo que pasó entonces. Al desaparecer Tere, sospecha que le han ′estado usando para limpiar sus culpas′ (p. 286). El reencuentro revela muchos malentendidos, pero nos deja también muchas preguntas.

La Biblia nos muestra un Dios que se interesa por nosotros. Los detalles y el rumbo de nuestra vida no escapan a su control. El nos libra de muchos males, pero también permite tragedias y muertes, que parecen carecer de sentido y propósito. Algunos acontecimientos de nuestra vida nos parecen providenciales, aunque su cuidado abarca hasta aquellas cosas que nos pasan desapercibidas (Mateo 10:29-31). Cuando los personajes de la Escritura miran atrás, descubren que sucesos aparentemente triviales de su vida contribuyeron al cumplimiento del propósito que Dios les tení­a reservado. Dios les guí­a, incluso cuando no son conscientes de ello.

La vida tiene una cara oscura, que no podemos entender. Dios entreteje el dolor, la pérdida y la angustia con momentos de placer y felicidad, para cumplir su voluntad en nosotros. Cuando Pablo dice que ′todas las cosas ayudan a bien′ (Romanos 8:28), se refiere al poder y la sabidurí­a insuperable de Dios. El es capaz de obrar mediante nuestra debilidad. Los cristianos saben que Dios les ama y pueden experimentar su cuidado, incluso en medio de la necesidad. No conseguimos todo lo que queremos, pero confiamos en que Aquel que conoce nuestros deseos, sabe también lo que necesitamos.

′La Biblia no nos promete que la vida de una persona formará un patrón discernible, con un principio, un punto medio y un final -dice Paul Helm-. La Biblia no nos dice que para que las personas estén seguras de que los sucesos de su vida están ordenados por la providencia para alcanzar un buen fin deben ser capaces de discernir un patrón general o una historia en sus vidas. A veces la acuciante necesidad de discernir ese patrón puede generar una frustración y una angustia innecesaria.′

Según la Escritura todas las experiencias de la vida tienen un valor: ′ayudan a bien′. Lo que pasa es que hasta que hayan tenido lugar todos los acontecimientos de la vida de una persona, ′cualquier patrón discernible, por tentativo que sea, tendrá que ser retrospectivo′. En ese sentido, -dice el profesor de la Universidad de Londres en su estudio sobre la Providencia-, ′el significado de una vida se encuentra fuera de ella′. ′Aunque él me mate, en él esperaré′, dice Job (13:15).

¿Qué pasa entonces, si una vida parece caracterizarse por la falta de sentido, la monotoní­a, la pérdida o la adversidad? Ningún suceso puede ser trágico en última instancia, porque gracias a la bondad inmerecida de Dios cada experiencia de la vida ayuda para su bien final. El azar no es más que una palabra, para designar nuestra ignorancia. Quien tiene a Cristo, tiene todo lo que necesita en la vida.


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