La mirada interior de Edward Hopper

Escrito por el 20 de febrero de 2023

Las pinturas de Edward Hopper (1882-1967) -que ahora podemos ver en el Museo Thyssen de Madrid-, representan siempre un instante suspendido. Hay un antes y un después, que no se nos cuenta y rara vez se sugiere. Es el espectador quien debe reconstruir el argumento a partir de ese momento. Lo que tiene es un fragmento, como un fotograma de película. Está a la espera, porque como dice John Updike, ′Hopper está siempre a punto de contar una historia′. Lo que pasa es que es algo inaprensible.

La intriga que produce esa escena aislada, un momento de una narración de la que se desconoce lo que precede y lo que pueda suceder después, viene porque congela un instante de un relato cuya trama se nos escapa. Hopper pinta la ausencia con una melancolí­a que recuerda a veces la tristeza de una vida acabada. Es la soledad del artista que acaba la representación, como se ve él a si mismo, con su esposa, en su última obra -Dos cómicos (1966), que podemos ver en la exposición-, o el payaso de Soir bleu (1914) -el cuadro que resume sus primeros años en Parí­s, inspirado por un poema de Rimbaud-.

Se ha hablado mucho del silencio de sus pinturas, el vací­o y la incomunicación. Hopper era un hombre alto y callado, de ojos muy claros -como podemos ver en el autorretrato que ha venido a Madrid-. Su mujer, Jo -que fue prácticamente su única modelo-, decí­a que hablarle era a veces como arrojar una piedra a un pozo, sin escuchar el eco del golpe contra el agua. Tiene esa mirada distraí­da, absorta en sus pensamientos, que nos atrae tanto como nos desorienta.

Tras dos breves estancias en Europa, Hopper vive hasta su muerte en Nueva York. Tení­a desde 1908, durante más de medio siglo, un estudio en plena plaza del Village, Washington Square, que no abandona más que para pasar los veranos en Cape Cod. No frecuenta los cafés, ni los lugares de encuentro de la bohemia del barrio. Su obra es, sin embargo, todo un icono de la cultura americana. Cuadros como Nighthawks (1942) -que no está en la exposición, por cierto, ya que no sale nunca de Chicago-, nos evoca imágenes del cine negro, que todaví­a nos fascinan.

Hopper se educa en la tradición de la antigua Nueva Inglaterra, bajo los valores puritanos de una familia de pastores bautistas. Su tatarabuelo fundó la iglesia en Nyack (Nueva York) en 1854, donde crece el pintor. El pastor Joseph Griffiths (1782-1860) habí­a venido de Inglaterra en los años veinte, como anglicano, pero se hizo bautista en Estados Unidos. Formó una escuela dominical, hasta que se sintió llamado al ministerio y empezó la iglesia.

La abuela de Hopper, Elizabeth Lozier, era de origen hugonote. La familia pertenecí­a a la iglesia reformada holandesa, antes de convertirse en metodista y hacerse finalmente bautista. Es por eso que el pintor se establece en la Mission Baptiste de Paris. Tení­a una habitación en el cuarto piso de la iglesia bautista, que esta en el número 48 de la rue de Lille -desde cuya ventana hizo algunos de sus cuadros-.

El artista fue a la escuela dominical desde niño, En su educación puritana de bautistas estrictos -una rama calvinista de los bautistas-, recibió no sólo el Evangelio, sino también un énfasis moralista en la abstinencia del alcohol, la importancia de la disciplina, el dominio propio, la frugalidad y una reticencia emocional, unida a la inhibición sexual. Lo que le da cierta tendencia a la depresión.

Como dice Gall Levin en su biografí­a í­ntima del pintor, ′ni el precepto, ni el ejemplo, fueron suficientes para transmitir una fe confiada a Edward′. Desde su adolescencia, se distanció de una comunidad centrada en la religión, para convertirse en alguien solitario y escéptico. Se le ha comparado a menudo con Emerson, que se distanció de la herencia puritana de Nueva Inglaterra, para seguir la experiencia que marca su intuición personal.

Cuando sufre una grave depresión en 1949, su esposa dice que busca un antiguo ejemplar -que tení­a ella-, de la Vida de Jesús de Renan. Tradujo algunos pasajes del francés, que le leí­a en voz alta. Y el 5 de marzo, dice que comenzó a volver a leer el Nuevo Testamento, que era la base de su educación. Sin él, no se puede entender la cultura de Nueva Inglaterra.

Aunque a menudo representa la arquitectura vací­a de casas como en Dos puritanos (1945), incluso las figuras que están en lugares públicos como estaciones, hoteles, cafeterí­as, cines o teatros, transmiten una intensa sensación de melancolí­a. La soledad que respiran sus lienzos se ve como un fiel reflejo del drama del hombre contemporáneo, cuando en realidad es una mirada interior, que evidencia un desarraigo más profundo que el que muestran sus carreteras, gasolineras o ví­as de tren.

En construcciones como la Casa junto a la ví­a del tren (1925) -que inspira a Hitchcock el escenario de la pelí­cula Psicosis (1960)-, muchos ven ′el perfil psicológico de esa ambigüedad puritana de fascinación y rechazo del mal′ -como observa el comisario de la exposición, Tomás Llorens-. Los lugares se convierten en algo extraño, que produce inquietud. ′La casa no es la casa -como dice Carlos Losilla-, sino la repetición de los dí­as, de la soledad, de ese permanecer en el umbral de las puertas y en los lindes de las ventanas para protegerse del mundo sin dejar de observarlo′.

Esa mujer en la habitación; la pareja con el hombre leyendo el periódico, mientras la mujer toca distraí­damente la tecla de un piano; los patios de butacas con dos o tres personas; la mujer desnuda que mira no se sabe qué, por la ventana; son todos seres ensimismados. Sus lacónicas escenas de interiores nos revelan a individuos en el momento en que se desprenden de la máscara social y dejan salir su gesto taciturno. Son situaciones como las que se sorprenden al abrir por error la puerta equivocada -percibe Fietta Jarque-.

Cuando uno entra en esos cuadros, siente el vértigo de mirar al interior. La casa adquiere proporciones demoní­acas. Se convierte en un infierno, donde ya no sólo puede verse el interior del laberinto, sino también los fantasmas que lo habitan -como asegura Losilla-. No es la reproducción de una escena, como una cita visual, sino una cuestión angustiosa. Se encuentra uno adentro, con sus propios miedos. Es el terror intuido, no de una casa que cobra vida, sino que se vací­a poco a poco, hasta dejar ver que no se trata más que de un decorado, tras el cual no hay nada.

La tragedia del hombre es que nuestro orgullo nos ha colocado en el centro del universo. Al centrarnos en nosotros mismos, hemos puesto todo en segundo lugar. Nos hemos alejado del Creador y perdido el manual de instrucciones. Estamos solos y ensimismados, pero nunca satisfechos. A veces, Dios nos permite contemplar algo de nuestra depravación, echando una mirada a nuestro corazón. Entonces, sentimos el vértigo de mirar hacia dentro. Todo se ve como realmente es, vací­o.

Es cuando dejamos de mirarnos a nosotros mismos, que recobramos la esperanza. No es por medio de una espiritualidad introspectiva que encontramos el rumbo. Atrapados por nuestra debilidad, giramos siempre en torno a nosotros mismos, dominados por una impotencia que nos lleva a la desesperación.

Hopper dice que su ′deseo era pintar la luz del sol sobre una pared′. Es el reflejo de una luz, que muestra la realidad de lo que somos. Es en la oscuridad, que percibimos la luz (Juan 1:5). Puesto que Dios habita en luz inaccesible (1 Timoteo 6:16), que como Sol de justicia, cuando miramos directamente, nos ciega. Es una mirada abrasadora.

La buena noticia es que la Luz ha venido al mundo (Juan 3:19) y se ha hecho hombre, Emmanuel, Dios con nosotros. La aversión puritana al cuerpo no tiene sentido desde la Encarnación, que ha iluminado los oscuros caminos del mundo. él experimentó todas nuestras debilidades. Conoció el dolor y el sufrimiento, la dificultad y la frustración que todos sentimos. Es más, fue realmente abandonado. Se quedó totalmente solo en la cruz. El Hijo de la Luz entró en la más profunda oscuridad, para que nosotros nunca más podamos decir que estamos solos. Si él fue abandonado (Mateo 27:46; Marcos 15:34), es para que nosotros nunca más lo seamos. Es cierto que no somos nada, pero él lo es todo para nosotros. Su presencia cambia todas las cosas.

¡Dejemos de mirarnos a nosotros mismos!, amargados por nuestros fracasos o frustraciones. Y ¡miremos hacia arriba!, donde está Cristo y nuestra vida escondida en él, que todaví­a ha de manifestarse (Colosenses 3:1-4). Como decí­a el joven predicador escocés, tempranamente fallecido, Robert Murray McCheyne: ′por cada mirada que echemos a nosotros mismos, ¡contemplemos diez veces a Cristo!′


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