Lo sagrado y lo profano en Rouault

Escrito por el 18 de abril de 2022

Rouault nació en 1871 en un sótano de París, cuando su madre había ido a refugiarse de los bombardeos de la artillería de Versalles, que intentaba acabar con la Comuna. Creció en una aldea en medio de la pobreza, que retrató con toda su miseria en sus Arrabales de las grandes penas.

Su padre es un humilde ebanista empleado en una fábrica de pianos, de quien heredará el celo artesanal por un trabajo bien hecho, mientras su abuelo le introduce a la pintura moderna de artistas como Manet. A los catorce años entra como aprendiz en el taller de un maestro vidriero y comienza a asistir a cursos por las tardes en la Escuela de Artes Decorativas.

En 1890 decide dedicarse plenamente al arte y se matricula en la Escuela de Bellas Artes de París, donde estudia con Matisse, llegando a ser el alumno favorito de Gustave Moreau. A los 25 años se convierte al cristianismo, después de una larga búsqueda personal, por medio de un cura llamado Vallée, al que había conocido en casa de un amigo. Comienza entonces a hacer cuadros de tema bíblico.

Uno de ellos, El niño Jesús entre los doctores, obtiene un premio en 1894, pero su profesor le aconseja abandonar la Escuela y seguir por su cuenta. Su maestro muere poco después de un cáncer de garganta y Rouault tiene una crisis a principios de siglo, mientras su familia se marcha a Argelia y él decide buscar a ese curioso esteta católico llamado Huysmans, que está intentando formar una comunidad de artistas cristianos en la abadía de Ligugé.

Al volver a París, Rouault cae enfermo, teniendo que retirarse al campo para recuperarse. El descanso, acompañado del aire, la luz y el cielo de la Alta Saboya, le animan finalmente a hacerse conservador del recién creado Museo Moreau. Trabajando allí descubre en la biblioteca un libro del autor católico Léon Bloy, que le conmueve profundamente. Sus violentos escritos producen una admiración tal en Rouault, que inicia una profunda amistad con el escritor y el filósofo Maritain. Los gustos de Bloy en arte, sin embargo, eran más bien convencionales, por lo que siente cierto rechazo por sus acuarelas en las que representa a personajes marginales como prostitutas, gente que trabaja en el circo, pero también jueces y aristócratas de aspecto repulsivo.

Sus prostitutas, a pesar de su desnudez, no son en modo alguno amorales, sino que representan la prostitución con toda su inmoralidad y depravación. Así como sus tribunales reflejan la corrupción. Aunque dice: ′Si he hecho de los jueces figuras tan lamentables, es porque traducía sin duda la angustia que siento a la vista de un ser humano que va a juzgar a otros hombres′. Aclara por eso que ′si ha llegado a confundir la cabeza del juez y la del acusado, ese error no denunciaba sino mi desconcierto′. Porque ′a los jueces en cuanto tales no los puedo condenar′, dice Rouault.

Estas figuras simbólicas se hacen en los años veinte cada vez más humanas. Su perspectiva sin embargo no es la del humanismo, sino que presenta la alternativa cristiana al absurdo que reflejan el surrealismo y el existencialismo. Pero la respuesta para Rouault no está en un sentimentalismo color rosa, al estilo de mucho del llamado arte cristiano, sino en una visión que va más allá del humanismo, para mostrarnos la verdadera humanidad. Esto es lo que ha fascinado a pensadores protestantes como Rookmaaker. Ese sería también el aspecto profético de Rouault que han perdido muchos artistas evangélicos. Cuando una vez le preguntaron por qué pintaba cosas feas, su respuesta fue que ojalá pudiera hacer cosas bonitas. Ya que la perspectiva cristiana no es pesimista, ni optimista, simplemente realista.

En 1917 Rouault firma un contrato con el famoso marchante Ambroise Vollard, por el que queda ligado al representante de Manet, Gauguin y Picasso durante treinta años. El pacto suponía la adquisición de toda la obra del pintor, más de setecientos cuadros, con la condición de que le dejara terminar todo lo que había comenzado. Rouault se dedica así con total intensidad a su trabajo. El artista instala su taller en la planta alta de la casa de Vollard, que le agobia con continuos encargos, hasta que un día de 1939 muere su marchante en un accidente de coche.

Sus herederos precintan entonces la entrada al estudio, impidiéndole el acceso a sus numerosas notas y apuntes. Mantiene así un contencioso hasta 1947, cuando una decisión judicial le reconoce finalmente sus derechos y puede recuperar la mayor parte de los trabajos, aunque quema cientos de sus obras delante de un notario, ya que en su opinión no podía concluirlas. Un gesto que repitió un par de veces más a lo largo de la siguiente década, y que tuvo bastante repercusión en su época.

Rouault tomaba su obra muy en serio, pero no su persona. Cuando en 1921 la prestigiosa editorial Gallimard le pide un autorretrato para la cubierta de un pequeño libro que iban a publicar sobre su obra, el artista les envía su retrato con un sombrero de payaso. Al ver el libro impreso, apenas se irritó al contemplar cómo habían eliminado cuidadosamente el sombrero. La pasión de Rouault por el circo no tiene nada que ver con esa visión romántica que ve al payaso como algo divertido. Su interés no es decorativo, sino existencial al mostrarlo como una metáfora de la tragedia de la vida.

′He visto claramente que el payaso era yo, éramos nosotros′, le explica en una carta a un crítico de arte. Ya que ′ese traje rico y cubierto de lentejuelas nos lo da la vida, todos somos payasos más o menos′. Puestos que ′nos escondemos detrás de nuestras propias máscaras personales′.

En 1908 se casa con una pianista llamada Marthe, que estará a su lado el resto de su vida. Ella da clases para poder mantener a sus cuatro hijos y juntos suelen pasar los domingos por la tarde con los Maritain. Este filósofo neo-tomista, discípulo de Bergson, tenía cierto interés por el arte. Por lo que mantenía amistad con Chagall y había escrito un libro sobre Arte y escolástica (1920), en el que comenta la obra de Rouault. Su arte busca sinceramente mostrar la vida desde una perspectiva cristiana. Lo que le lleva a hacer cuadros cuya oscuridad no sólo transmite una inmensa tristeza, sino también una profunda piedad, ante la devastadora realidad que presenta la miseria humana.

A lo largo de la segunda década del siglo pasado, el estilo de Rouault va evolucionando hacia formas más rotundas, delimitadas por un grueso contorno; paulatinamente, la acuarela y el guache dejan paso al óleo, que se aplica en gruesas pinceladas llenas de materia. Simultáneamente, desarrolla una importante actividad como grabador, produciendo una serie entre 1914 y 1927, que no será publicada con el título de Miserere hasta 1948.

Esta colección, que abarca 58 planchas, es considerada su obra maestra, ya que sintetiza toda su creación. Parte de ella se puede ver en esta exposición. Los matices de negros y grises, que la reproducción fotográfica es incapaz de dar, se contemplan aquí con toda su sutileza y armonía en obras tan impresionantes como En el país de la sed y del miedo o El payaso herido, que hace preguntándose ¿Quién no se maquilla? y denunciando la actitud que nos hace vivir Creyéndonos reyes.

Las escenas se suceden en silencio como una película muy lenta, en la que cada plano hubiera sido trabajado durante años. Reyes y damas de alta alcurnia se mezclan en sus grabados con criminales, mendigos, prostitutas, payasos y muertos, al lado de escenas del Evangelio, en las que vemos a Jesús de niño con María, su bautismo, cruz y resurrección. Estas son las obras de Rouault que han alcanzado mayor difusión en el mundo. Es este impresionante trabajo, confiesa ′como cristiano′, que ′en estos tiempos tan azarosos′, no cree ′sino en Jesús crucificado′.

Aunque en su madurez Rouault sigue fiel a sus temas habituales, a partir de 1918 la figura de Cristo pasa a ocupar un lugar preeminente en toda su obra. Sus cuadros son cada vez más cubiertos de materia, tomando la apariencia de bajorrelieves. Pese a su deliberado aislamiento respecto al devenir de las corrientes artísticas de la primera mitad del siglo, Rouault gozó en las últimas décadas de su vida de un gran prestigio.

Nombrado Caballero de la Legión de Honor en 1925, desde 1930 se suceden sus exposiciones, tanto en Francia como en el extranjero. Su obra adquiere unas tonalidades cálidas y pierde gran parte de su anterior dramatismo. Sus últimos años se desarrollan en un ambiente sosegado y feliz. En 1956, el agotamiento que le causa su avanzada edad le impide seguir pintando y en 1958 muere a los 86 años. Al poco tiempo, su familia donaría al Estado francés más de ochocientas obras inacabadas.

Este ′cristiano de tiempos antiguos′ nos da una nueva visión de la fe en el arte. Es cierto que su compromiso espiritual no fue siempre bien acogido, ya que era considerado a veces con suspicacia. Su impaciencia con el mundo hizo también que rara vez se sintiera satisfecho con su obra. La verdad es que, como creyente, Rouault no se hacía ilusiones con la vida, que veía como una preparación para la felicidad futura. Una vez le preguntaron en una ocasión: ¿qué consejo daría a los artistas jóvenes? Él contestó: ¡Que se arrepientan y pidan perdón a Dios por sus pecados!


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