Marilyn Monroe, la torturada belleza de Marilyn
Escrito por José De Segovia el 15 de noviembre de 2022
′Sabéis a dónde voy y sabéis el camino′ -leyó el pastor A. J. Soldan con un hilo de voz temblorosa-. En sus manos no sólo tenía la biblia, sino la pregunta inevitable de todos los que estaban de pie frente a él: ¿por qué? Los que se congregaron ese mediodía de agosto en la capilla mortuoria del Westwood Village en 1962, para despedir a Norman Jean, miraban de reojo la figura corpulenta de su ex-marido, el campeón de beisbol Joe Di Maggio y su maestro de actuación, Lee Strasberg. Mientras por unos altavoces dorados sonaba la sexta sinfonía de Tchaikovsky′
Cuando el Reverendo Soldan acabó la lectura, DiMaggio se acercó al féretro de bronce satinado y cerró la tapa. Dentro ya no estaba Marilyn. Lo que había era un cuerpo que recordaba vagamente a ella. Le habían colocado una peluca y mucho maquillaje, para ocultar el rostro que conocemos por la foto de la policía, que fue luego destrozado por la autopsia. Con un ruido seco, casi hermético, se cubre a la rubia yacente con un pequeño ramo de rosas de té y su pañuelo de gasa verde preferido.
Sobre Marilyn se ha escrito de todo. Es conocida su adicción a los tranquilizantes, su relación con los Kennedy, su matrimonio con el jugador de beisbol DiMaggio y el escritor Arthur Miller, su falta de puntualidad, desgraciada infancia e inseguridad ante las cámaras. Todo ello se ve -o se adivina- en Mi semana con Marilyn, pero se muestra también el otro rostro de Norma Jeane -su verdadero nombre-, asustadiza y neurótica, amante de la lectura y de Miller -que le recomienda leer la biografía en seis tomos de Lincoln, devorados con tal pasión, que en la película vemos su retrato en la mesilla, como si fuera su padre-.
Marilyn se había casado a los dieciséis años -la edad a que se podía contraer matrimonio según la legislación de California-, con un marino mayor que ella, para escapar de la tutela del Estado, tras haber sido acogida en distintas familias -puesto que era de padre desconocido y su madre mentalmente inestable-. Mucho mayor era el deportista DiMaggio, con quien estuvo casada sólo unos meses. Así como Arthur Miller. Poco después de su boda, llega a Londres en 1956, para rodar a las órdenes del célebre Laurence Olivier, la película El príncipe y la corista.
El vendaval desatado a su alrededor fue descrito en dos libros autobiográficos por Colin Clark, un joven que trabajó como tercer ayudante de dirección del prestigioso actor británico, que se siente atraído por la actriz, a la que sirve de confidente. Tal y como se ve en la película, ella está con Miller en una casa de Inglaterra, cuando descubre por su diario que está decepcionado con ella, se avergüenza de su comportamiento y duda si está realmente enamorado de Marilyn. Lo que produce una verdadera conmoción en la actriz, que sufre un aborto ese verano.
El largometraje de Simon Curtis captura, en un digno ejercicio de puesta en escena, aquellos días con una mirada nostálgica. Su película está lejos del glamour habitual con que se suele presentar a Marilyn como una rubia tonta. Este retrato amable podría haber sido una más entre las innumerables películas destinadas a contar los entresijos de un rodaje, que Michelle Williams convierte en otra cosa. El extraordinario trabajo de la actriz no se sustenta tanto en el parecido físico con su personaje -sobre todo en planos medios y generales, cuando no se centra completamente en su rostro-, sino en una interpretación repleta de matices -apoyada en una estupenda labor de maquillaje y vestuario-, que trasciende la pantalla.
Sus gestos, su voz y su mirada contienen un elemento desmitificador, que junto a la hilarante autoparodia de Kenneth Branagh y solvente presencia de Judi Dench, otorga a la película una consistencia a una materia que ilumina las zonas oscuras de una industria que tiende a convertir sus protagonistas en juguetes rotos. La tragedia de Marilyn tiene, sin embargo, un carácter claramente existencial. En los Fragmentos que han publicado ahora -escritos con el membrete de la casa de Parkside House-, vemos ese tono melancólico de pesimismo sobre las posibilidades del amor y el inevitable envejecimiento, pero ¿en qué creía Marilyn?
La abuela de Marilyn había sido bautizada por Aimee Semple McPherson, la fundadora del la iglesia pentecostal del Evangelio Cuadrangular. Ella se cría siete años en Hawthorne, al lado de Los Ángeles, con los Bolender, vecinos de su abuela. ′Allí casi todo el mundo que conocía me hablaba de Dios′, recuerda. ′Siempre me advertían que no le ofendiera′. Esta familia bautista iba entonces a la Iglesia Pentecostal Unida. Marilyn iba con ellos a la escuela dominical los domingos por la mañana y los miércoles por la noche a otra reunión de la iglesia.
Su madre era de ciencia cristiana -la religión fundada por Mary Baker Eddy en el siglo XIX, que muchos confunden con cienciología-, así como su tía, con la que vive en su adolescencia. Marilyn, sin embargo, se convierte al judaísmo, antes de casarse con Miller. En 1953 tiene una conversación sobre religión con la actriz Jane Russell, mientras ruedan con Howard Hawks Los caballeros las prefieren rubias. ′Jane intentaba convertirme y yo intentaba introducirle a Freud′, dice Marilyn. La sex symbol presentada por Howard Hughes en los años cuarenta con El forajido, había fundado el Grupo Cristiano de Hollywood, un estudio bíblico semanal que tenía en su casa, al que asistían muchos creyentes que trabajaban en el cine. Marilyn, sin embargo, tenía como religión el psicoanálisis.
Para entrar en el Actors Studio de Nueva York y conocer el peculiar ′método′ de interpretación que seguían, Strasberg le dijo que debía hacer psicoanálisis. A partir de la primavera de 1955, la actriz acude de tres a cinco veces por semana a la consulta de la doctora Margaret Hohenberg, una analista judía de origen eslovaco, que había venido de Viena. Es a ella a quien llama, cuando entra en crisis su matrimonio, al descubrir las dudas de Miller, poco después de casarse.
Al divorciarse de Miller en 1961, la actriz entra voluntariamente en una clínica psiquiátrica llamada Payne Whitney, por su creciente dependencia del alcohol y las pastillas. Una serie de malentendidos hace que la llevan a una celda de aislamiento. Desde allí llama a Joe DiMaggio, que la traslada al Centro Médico Presbiteriano de la Universidad de Columbia. Su ′pesadilla′ entonces es terminar en un hospital psiquiátrico como su abuela y su madre, por una locura familiar hereditaria -como le cuenta a su analista, el Dr. Greenson, que descubrió su cuerpo muerto poco después-. El psicoanálisis no pudo salvarla′
Marilyn buscaba el amor en el lugar equivocado. Sin él, la vida no tiene sentido. Dice C. S. Lewis en Mero cristianismo que ′la mayor parte de nosotros, si realmente llegamos a mirar en nuestro corazón, descubriremos que lo que queremos y deseamos tan fuertemente, no lo podemos encontrar en este mundo′. Ya que ′hay todo tipo de cosas en este mundo que te ofrecen dártelo, pero no pueden cumplir su promesa′.
Podemos entonces culparnos a nosotros mismos, y pensar que somos un fracaso -como Marilyn-. O, como otros hacen, pensar que el mundo es responsable de todas nuestras frustraciones. Nos podemos endurecer, volvernos cínicos y vacíos, o buscar como Lewis nuestra vida en Dios. ′Si encuentro en mi mismo un deseo que ninguna experiencia en este mundo puede satisfacer′ -dice Lewis-, ′la explicación más probable es que estoy hecho para otro mundo′, sobrenatural y eterno.
Si buscamos en la vida -como Marilyn-, nuestra identidad y realización en el trabajo o una relación amorosa, para conseguir autoestima, seguiremos siempre frustrados. El cristiano no consigue todo lo que busca en esta vida, pero la espera ′cuando Cristo se manifieste′. Porque ′entonces nosotros seremos también con él manifestados en gloria′ (Colosenses 3:4).
Sólo hay un par de brazos que te pueden dar todo lo que tu corazón desea. Los de Cristo crucificado, cuya entrega nos muestra un amor que nunca nos decepciona. Esa es la esperanza que necesitaba Marilyn y nosotros todavía esperamos, el amor que satisface para siempre, cuando ′Cristo está en nosotros, la esperanza de gloria′ (1:27).
- Fuente: Entrelíneas