Muerte en Venecia

Escrito por el 15 de febrero de 2022

Venecia es una hermosa ciudad, pero produce también una extraña melancolía, relacionada a menudo con la muerte. El artista flamenco Jan Fabre expone estos días en la Bienal su particular visión de la Piedad de Miguel Ángel, con una calavera en el rostro de María y la figura del escultor en lugar de Jesús -ya que él ha estado dos veces en coma-.

En su obsesión por la muerte, estrena ahora también en el Festival de Otoño en Primavera de Madrid, su obra Preparatio Mortis, mientras presenta su Piedad en la Escuela de Santa María de la Misericordia de Venecia -donde estoy para una conferencia de teólogos evangélicos del sur de Europa-.

El viento agita estos días las góndolas amarradas en el embarcadero de San Marcos, mientras la ciudad se dispone a dejar su paisaje invernal, para recibir los miles de turistas que llegan durante la época veraniega. Un cielo nublado acompaña el recorrido del vaporetto hasta la isla de San Michele, donde veo las tumbas de tantos artistas que fueron aquí enterrados. En este lugar acabaron sus vidas músicos como Wagner o Stravinsky, poetas como Pound y Brodsky, o bailarines como Diaghilev.

Es inevitable no pensar en la muerte en Venecia, sin el fondo del adagietto de la quinta sinfonía de Mahler, que acompaña la película de Visconti. El escritor enfermo de la obra de Mann se convierte en el músico, cuya muerte ahora recordamos. Ya que es su centenario -murió el día que nací yo, el 18 de junio, pero de 1911-. Su vida agonizante se revuelve en el conflicto entre la pasión y la razón, con una belleza perturbadora que nos cautiva, en la desolación de este hombre patético, atormentado por el dolor y dominado por el fracaso.

La figura del personaje interpretado por Dirk Bogarde en la película de 1971, languideciendo en la playa de Lido, mientras la figura de su adorado Tadzio aparece en el agua con la mano extendida, es algo que no se olvida fácilmente. Su historia se desarrolla en una Venecia rodeada de niebla, que está siendo asolada por una misteriosa plaga de cólera en 1911. En una terrorífica escena, un barbero recrea la cara de Aschenbach en una grotesca parodia de juventud, que se convierte en una ominosa máscara mortuoria. Algo parecido ocurre cuando te acercas a la Piedad de Fabre.

Cuando entras en el templo de la escuela donde se expone la obra de Fabre, tienes que ponerte unas pantuflas, para mantener el silencio que exige el artista. Una vez dentro, en la planta del salón hay cuatro enormes cerebros de los que salen cruces, representando diferentes creencias, hasta topar con la Piedad calavérica. Una especie de capullos de mariposas circundan las esculturas. Todas ellas hechas de mármol de Carrara ′de las mismas canteras que utilizó Miguel Ángel′ -dice Fabre-, ′tan blanco que se parece a la leche materna′.

Su interpretación de la imagen religiosa -asegura el artista-, ′no busca provocar o herir′. Sigue la tradición de la pintura flamenca, que combina con el arte italiano, para representar el memento mori, ′la mortalidad ineludible del ser humano′. Para el escultor, ′vivimos en una sociedad en la que tenemos que ser jóvenes, dinámicos y productivos, pero la muerte se encuentra precisamente en las antípodas de ese proyecto de existencia′. Es algo que se esconde, porque ′no es bueno para el negocio′. Ya que según él, ′no tenemos una crisis económica, sino espiritual′.

El creador, nacido en Amberes en 1958, recuerda todavía cuando era niño y murió su abuela. Su cuerpo fue velado durante una semana en una habitación, donde venían amigos de todas partes a despedirse de ella. Tras estar dos veces en coma -una vez, nueve días, y la otra, cinco-, Fabre dice: ′la idea de la muerte siempre me acecha′. Y te hace ′mirar la vida como algo diferente′. Ahora quiere ′que el espectador abra su mente y que piense un poco en la carencia de espiritualidad que tenemos ahora en nuestra sociedad′.

Este es el tema también de su última obra de teatro, una coreografía que preparó para el cumpleaños de su compañera -la bailarina Annabel Chambon-, que ahora se estrena en Madrid. Es una danza de la muerte, que sigue como ′un ritual del alma individual, como una flor que sale a la vida, y luego vuelve adentro′. Nace desde un sarcófago y después fallece. Es ′una alegoría sobre la espiritualidad del ser humano y su preparación ante la muerte′.

Como suelo hacer siempre que estoy de viaje, aprovecho las noches para ver en mi portátil algunas de las muchas películas que se han hecho en esta ciudad. Me ha impresionado sobre todo la inquietante Amenaza en la sombra (Don′t Look Now) de Nicolas Roeg. Este film de 1973 transmite poderosamente la perturbación del matrimonio protagonista del relato de Daphne du Maurier -la autora de Rebeca y Los pájaros-, que ha perdido a su hija, e intenta recuperar el rumbo de su vida en una laberíntica Venecia.

La visión oscura e invernal de la película -protagonizada por Donald Sutherland y Julie Christie-, te lleva a una tensión sobrecogedora, que intento recuperar recorriendo las callejuelas donde se rodó. El fallecimiento por meningitis de su hija en la historia original se convierte en un terrorífico accidente, por el que la niña se ahoga mientras juega. El agua y la caída se convierten en un motivo recurrente en este cuadro impresionista, donde la fragmentación del montaje y las identificaciones equivocadas producen la confusión que acompaña la vida con el paso del tiempo.

Los elementos sobrenaturales de esta historia hacen de la muerte una realidad anunciada. El misterioso personaje del obispo que ha encargado la obra de restauración de la iglesia que ahora visito, es tan inquietante como la anciana ciega que pretende ver a la niña y advierte al arquitecto del peligro en que se encuentra. Cuando el religioso le pregunta a su esposa si es creyente, ella le dice que no sabe. El obispo comenta entonces crípticamente: ′Hemos dejado de escuchar a Dios′. Lo que queda, sin embargo, es la tragedia del dolor de una pérdida inesperada. Puesto que la muerte anunciada nunca parece ser la nuestra.

′Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo′, escribió C.S. Lewis al comienzo de Una pena observada. Las meditaciones de este conocido pensador cristiano, ante la muerte de su esposa, siguen siendo uno de los testimonios más honestos sobre la perplejidad del duelo. ′Gran parte de una desgracia cualquiera consiste, por así decirlo, en la sombra de la desgracia, en la reflexión sobre ella′ -observa Lewis-. ′Es decir en el hecho de que no se limite uno a sufrir, sino que se vea obligado a considerar el hecho de que sufre′.

′Jesucristo fue un hombre muy compasivo′, dice Fabre. Es para él, de hecho ′el modelo de la compasión y de la empatía′. Su Piedad, sin embargo, ′trae a escena los verdaderos sentimientos de una madre que querría cambiarse por su hijo muerto′. ¿Dónde está Dios en medio de la confusión y el dolor de la pérdida? Lewis contesta que ante ella, uno ′necesita a Jesucristo y no a nada que se le parezca′.

Es Él quien se conmovió ante la pérdida de su amigo Lázaro. ′Jesús lloró′ (Juan 11:35), dice el versículo más breve de la Biblia. Los que veían el dolor que sufría ante su ausencia, decían: ′Mirad cómo le amaba′ (v. 36). Algunos se preguntan si no podía haber hecho que Lázaro no muriera (v. 37), pero Jesús está ′profundamente conmovido′ (v. 38). Cristo nos muestra a un Dios que se compadece.

Fabre dice que Jesús nos muestra el primer cuerpo de la historia del arte. La esperanza cristiana es tremendamente física. No hay otra visión como la de Cristo de la vida después de la muerte: ′Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente (Juan 11:25-26). Es Él quien ′quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio′ (2 Timoteo 1:10).

Su resurrección no es un renacimiento espiritual, sino una vuelta a la vida en un sentido físico. Nuestra esperanza no está en el mensaje de la resurrección, sino en el hecho mismo de que su cuerpo se levantó de los muertos. Por eso, ante el dolor y la confusión de Job, podemos decir con él: ′Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo… Y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios′ (19:25-26)

A veces sentimos una extraña ambivalencia ante la muerte. Es un hecho que nos deja perplejos, porque anhelamos la inmortalidad y la vida. Tenemos una vocación de permanencia. Pero por otro lado, deseamos que la muerte ponga punto final a nuestra existencia. Nos sentimos fracasados y experimentamos un desapego ante la vida, que viene de la mala conciencia de saber que no estamos preparados para la eternidad.

Nuestra esperanza no está sin embargo en nuestra buena vida, sino en la confesión de Marta ante la pregunta de Jesús: ′¿Crees esto?′ Ella responde: ′Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo′ (Juan 11:27). El ha venido a salvar lo que se había perdido. En su piedad ′limpiará toda lágrima′ de nuestros ojos. Porque ′ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor′ (Apocalipsis 21:4). El es la vida que necesitamos.


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