Valor de Ley: Nada es realmente gratis, excepto la gracia de Dios

Escrito por el 12 de abril de 2022

Pocos directores tienen hoy tal pasión por el cine como estos directores judíos. Toda su obra es un homenaje al séptimo arte. Desde sus inicios en el cine negro, han recorrido diversos géneros, pero nunca se habían enfrentado al más específicamente cinematográfico: el western.

Este mundo crepuscular de finales de los años sesenta, es recuperado en esta película con un respeto hasta ahora desconocido en la carrera de Joel y Ethan Coen. Su habitual ironía y continuo recurso al pastiche -como mecanismo de defensa, al estilo Quentin Tarantino-, dan lugar aquí a una obra sorprendentemente clásica, que no es extraño que algunos califiquen de operación comercial.

Los Coen no han hecho propiamente un remake de la película de 1969 protagonizada por John Wayne y el cantante Glen Campbell, sino que se han ido a la novela original de Charles Portis (publicada ahora en Debolsillo, pero escrita un año antes que el film de Hathaway). La historia sigue con el libro la evocación adulta que hace una mujer piadosa -Mattie Ross-, que recuerda su paso de la inocencia a la madurez, adentrándose en una noche oscura que la enfrenta al poder del mal. Su visión del cadáver del padre y la ejecución de unos proscritos le enfrenta a un mundo fúnebre, donde la muerte es una realidad cotidiana.

Aunque Mattie lleva todavía trenzas, muestra la resolución de una adulta. La increíble historia de esta jovencita en un Oeste bruto y masculino se presenta tan poco idealizada que conocemos al supuesto héroe dentro de una letrina. La determinación de Mattie la protege en este entorno hostil, donde un aventajado pistolero se resiste a ocupar el lugar de su padre muerto. Tuerto, gordo y mal hablado, el personaje que interpreta Jeff Bridges -Rooster Cogburn-, es contratado para buscar al asesino, acompañando por esta adolescente en su incursión por territorio indio.

Esta chica huérfana emprende su viaje mirando de frente a la muerte: el ataúd de su padre; los ahorcamientos en la calle; los cadáveres junto a los que pasa la noche en la morgue; los disparos a bocajarro dentro de la cabaña; los muertos apilados a la puerta; el hombre colgado de un árbol; el disparo de la niña contra el asesino de su padre; la mordedura de la serpiente; los muertos que van dejando atrás, mientras cabalga con Rooster; el caballo rematado; y la tumba del final. Todo un Oeste sombrío y mortuorio, donde ′el tiempo simplemente se nos escapa′, como dice ella al final.

La película de los Coen no es una simple historia de venganza -como suele ser habitual en el western-, ni un relato sobre un viejo sheriff borracho -como en su versión crepuscular-, sino un acercamiento al misterio de la iniciación a la vida, el paso de la infancia a la adolescencia entre los fantasmas de un reino de sombras. Narra el tránsito por el lado oscuro de una frontera, que nos conduce a parajes tenebrosos, adentrándonos en el abismo del mal, donde la inocencia entra en contacto con las tinieblas.

Si el anterior trabajo de los Coen, Un tipo serio (2009), era ′su película más judía′ -según dijo Ethan en el festival de Berlin-, ésta cree que es ′la más presbiteriana′. La cinta está llena de referencias a la tradición protestante. Hace incluso algunos chistes prácticamente incomprensibles para aquel que no está habituado más que a la religión católica. Cuando los protagonistas están rodeando una cabaña, gritan: ¿quién está ahí? La respuesta no puede ser más pintoresca: ′¡Un metodista y un hijo de perra!′. Ya que uno de los dos ladrones de caballos es el hermano de un predicador del circuito metodista de Austin – ¿cuántos evangélicos incluso, sabrán hoy lo que es eso? -, que es disparado a continuación.

La moral americana que refleja el western parece seguir la ley del diente por diente del Antiguo Testamento. La violencia está en el pecado original de una nación que crece mediante el exterminio del indio. La pérdida de la inocencia del mundo idílico de los padres peregrinos oscurece el mito de la América cristiana, construida sobre el sueño puritano de una nueva Jerusalén. El nido de la serpiente está escondido debajo de la tierra prometida, como el pecado contamina la tierra conquistada tras el Éxodo. La herencia de Dios no parece estar en esta tierra, tal y como ahora la conocemos.

Al final de este sombrío viaje por un Oeste espectral y mortuorio, descubrimos cómo en esta vida, que ′el tiempo simplemente se nos escapa′. El yermo estéril de una existencia que nos aboca a la tumba, se ve sin embargo iluminado por el destello de la gracia. La herencia que esperamos está finalmente en otro mundo, que la protagonista descubre al verse sostenida por unos brazos eternos.

La imagen crística de Rooster cargando con esta niña, hasta su último aliento, nos muestra el poder liberador de la gracia que nos lleva a los brazos del Salvador. Como en las palabras del himno norteamericano Apoyado en los brazos eternos -Leaning on the Everlasting Arms, conocido en el mundo hispano como Dulce comunión, cantado por Iris Demont en los créditos finales-, descubrimos un ′tierno amor′ en este mundo cruel, siendo ′libres y salvos del pecado y del temor′.

Basado en las palabras de Deuteronomio 33:27, el himno refleja la experiencia del pueblo judío después de muchos años en el desierto. Sus frágiles tiendas les muestran su vulnerabilidad en una tierra donde tienen que encontrar su refugio en unos brazos invisibles y eternos. Israel descubre así finalmente que la herencia es Dios mismo. Es en Él que ′no habré de temer / ni aun desconfiar′. Ya que ′en los brazos de mi Salvador / por su gran poder / Él me guardará′.

Esa herencia es ′guardada para nosotros′ – dice Pedro (1 P. 1:5) -, pero nosotros también ′somos guardados′ para ella. Mientras viajamos por el desierto como ′extranjeros y peregrinos′, nos apoyamos en la promesa de esta herencia, que es finalmente conocer a Dios como nuestro Padre. Su obra de salvación nos libra del mal, tanto dentro como fuera de nosotros.

Si confiamos y esperamos en Dios (v. 21), descubriremos en Él una herencia que no se pierde, contamina o marchita (v. 4), sino que nos da seguridad, libertad incluso de nosotros mismos y una belleza que siempre nos asombrará. Porque Dios es la buena noticia de ese Evangelio eterno.


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