Vida entre las ruinas de Pompeya

Escrito por el 15 de noviembre de 2021

La muestra Catástrofe bajo el Vesubio exhibe más de quinientas piezas de uno de los yacimientos arqueológicos más atractivos del mundo: las ruinas de Pompeya. El Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid reconstruye sus últimos días. Una tarde de agosto del año 79 después de Cristo, el volcán entró en erupción.

En sólo dos días, sepultó completamente las poblaciones de Pompeya, Herculano y Estabia. Su destrucción bajo la ceniza, ha conservado los restos casi intactos de este importante centro del mundo romano, que nos sigue fascinando.

«Pompeya era la miniatura de la civilización de aquel tiempo», dice Bulwer-Lytton en su clásica novela sobre Los últimos días de Pompeya: «En el reducido espacio que había entre sus murallas tenía una muestra de cada objeto lujoso que se podía adquirir con el poder. En sus tiendas pequeñas, pero brillantes, en sus palacios, en sus baños, en su foro, en su teatro, en su circo, en toda la energía de su corrupción, en su civilización llena de vicio, en sus gentes dominadas por él, mostraba un modelo de todo el imperio. Era un juguete, una óptica en la que los dioses parecían complacerse conservando la representación de la gran monarquía de la tierra. Robándola a los ojos de los tiempos para darla a la admiración de los siglos futuros y a la máxima según la cual no hay nada nuevo bajo el sol».

El secretario de estado británico para las colonias, Edward George Bulwer-Lytton (1803-1873), escribió este libro en la bahía de Napolés entre los años 1832 y 1833. Fue parlamentario y autor de varias novelas, así como algunas obras de teatro, pero es gracias a estas páginas que ha pasado a la Historia. Su relato muestra la decadencia de la cultura pagana y el nacimiento del cristianismo, en un entorno de corrupción y crueldad, que parece despertar el juicio divino con la erupción del Vesubio. Sus ruinas, incluso en estos tiempos de turismo masivo, producen cierta inquietud.

Tras largas semanas de actividad interna, el volcán estalló en pleno verano del año 79. Una avalancha de lava y ceniza enterró a Pompeya y a sus habitantes. La ciudad que competía con Roma, era una de las ciudades más modernas de su tiempo, con calles asfaltadas, un sistema avanzado de suministro de agua y baños públicos con calefacción bajo el suelo. La reciente novela de Richard Harris, Pompeya, ha evocado también los días que precedieron a la tragedia.

Su protagonista es un inteligente ingeniero llamado Atilio, que visita la ciudad para descubrir qué ocurre con el gran acueducto que abastece de agua a toda la región. Su descripción de la vida de aquella gente, la intentó llevar al cine Polanski, pero desistió finalmente del proyecto.

La arqueóloga catalana Isabel Rodá -que interviene en el famoso documental de la BBC sobre Pompeya-, alaba la novela de Harris, diciendo que está muy bien documentada. Se toma algunas licencias, por supuesto, como toda novela histórica, pero se basa en las nuevas investigaciones de los vulcanólogos, así como el relato oficial de Plinio. Cayo Plinio Segundo -conocido como el Viejo-, era almirante de la flota romana anclada frente a la bahía de Nápoles. Había nacido en la ciudad de Como, al norte de Italia, el año 24. Era un prestigioso abogado y académico, un hombre extraordinario, estudioso incansable y autor prolífico, que sirvió como oficial de caballería en casi toda Europa.

Plinio tenía tal concentración, que le bastaban unas pocas horas de sueño al día. En vez de caminar por la ciudad, prefería que le transportaran, para poder seguir estudiando. Su obra más importante fue su Historia Natural, una enciclopedia de fenómenos naturales en 37 volúmenes. Al ver aquel 24 de agosto la aterradora nube de humo en forma de ominoso pino, zarpó desde su base de Misenum, lleno de sana curiosidad científica, pero con la misión también de dirigir una operación de rescate hacia la ciudad siniestrada. Murió en el intento.

Su sobrino, Plinio el Joven, era entonces un adolescente seguidor de la filosofía estoica. Había nacido en Como el año 61, perdiendo a su padre a los ocho años. Lo adoptó su tío, al que rehusó acompañar en su misión de rescate a la bahía de Nápoles. Aunque hizo la mejor descripción de los acontecimientos que acompañaron la explosión del Vesubio, desde su punto de observación en Miseno. En dos cartas a su amigo, el historiador Tácito, cuenta la erupción y la muerte de su tío a orillas del mar. Dos días después «se encontró su cuerpo intacto, sin heridas y completamente vestido; parecía estar dormido, y no que estuviese muerto».

La descripción de este desastre se ha visto durante generaciones como un anuncio del juicio divino. «Muchos elevaban las manos hacia los dioses -dice Plinio el Joven-; pero muchos más creían que no había dioses por ninguna parte y que aquella noche era eterna y la última del mundo.» Terremotos, el mar retirándose y dejando en seco un muestrario de criaturas marinas, para regresar luego en forma de tsunami. Sobre aquel mediodía cayó una oscuridad «más negra y espesa que todas las noches», en la que estallaban feroces relámpagos.

Al irse desplomando la nube de cenizas, gas venenoso y piedra pómez, se producen varias olas de una masa gaseosa ardiente de alta densidad, que contiene en suspensión una gran cantidad de partículas sólidas. Estas monstruosas avalanchas arrasan sucesivamente, a 300 grados, todo lo que encuentran a su paso. La última, en un gran final apocalíptico, hierve a los habitantes atrapados en la ciudad, hasta llegar a Estabia, donde se extingue.

La exposición muestra algunos de los famosos moldes de los muertos de Pompeya. Hay decenas de cuerpos que se recuperaron por el procedimiento de inyectar yeso en la cavidad que dejaron en las cenizas petrificadas al descomponerse. Sus figuras parecen como congeladas, en su último estremecimiento. Una muchacha se tapa la boca con un pliegue de la túnica. «Podías oír los gemidos de las mujeres -dice Plinio el Joven-, los lloros de los niños y los alaridos de los hombres». En medio del horror, se alza como una imagen del espanto, la figura de un perro retorcido.

¿Fue todo totalmente inesperado? ¿No habrían recibido ninguna señal, los pompeyanos, que les advirtiera del desastre? En su novela, Harris se inventa un oráculo. Popidio, el malo de la historia, hace una consulta a una sibila. La respuesta es que cuando los césares se hayan convertido en polvo y el imperio se haya desvanecido, Pompeya perdurará. Piensan que el oráculo es algo positivo, cuando sus habitantes sólo perdurarían… muertos, en este espectáculo dantesco.

Mientras los pompeyanos se lamentaban de no poder echar a las bestias a sus propios esclavos, según una reciente ley romana, Bulwer-Lytton describe una «nueva secta que dice que ha hecho algunos prosélitos en Pompeya». Son los «seguidores del dios hebreo Cristo». Niegan a Venus y a Júpiter, como si fueran ateos. Se reúnen en secreto y no resulta fácil saber quiénes son. Les llama «nazarenos» en la novela. Ya entonces un sacerdote de Isis cree que «esa fe no es más que un plagio de una de las muchas alegorías inventadas» por los egipcios. Ya que la historia de Osiris se refiere a una muerte y una resurrección. Nada nuevo bajo el sol.

Plinio el Joven estaba mejor informado. El año 112 después de Cristo, siendo gobernador de Bitinia, escribe una carta al emperador Trajano sobre aquellas personas. «Tenían la costumbre de reunirse en un día determinado antes del alba, cuando cantaban un himno a Cristo como Dios, y se comprometían por juramento (literalmente, sacramento) a no cometer ningún acto malo, sino a abstenerse de todo fraude, hurto y adulterio, a no quebrantar su palabra ni negar su confianza cuando debían honrarla; después de lo cual era su costumbre separarse y volverse a encontrar para comer juntos». ¿Dirían ahora de nosotros lo mismo?


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