La vuelta a casa de Donna Summer

Escrito por el 31 de enero de 2023

Para la gente que la recuerda, ha muerto la reina de la música disco de los años setenta; para su iglesia en Boston, ha partido con el Señor la hermana Summer. Este contraste acompaña la vida de muchos músicos afroamericanos, pero en el caso de Donna -que tuvo una clara experiencia de conversión en 1979-, nos muestra también el desafío de aquellos creyentes que quieren mantener su carrera, al margen del mundo del góspel. Sobre eso trataba la entrevista que publiqué en 1983.

Yo tení­a entonces diecinueve años. Hací­a un programa para la COPE -gracias a Luis Alfredo-, llamado Góspel Club FM, mientras estudiaba periodismo en el edificio gris de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Estaba en aquella época entretenido con músicos cristianos, en medio de la vieja discusión entre lo sagrado y secular que ahora me aburre tanto.

La música de Donna Summer nunca me ha interesado especialmente, ni siquiera en los años ochenta -cuando vendí­a millones de discos y llenaba las pistas de todo el mundo-. Como chico de iglesia que era, no solí­a frecuentar discotecas. Y los ritmos de baile, como todo el mundo sabe, no es música simplemente para escuchar. Era otra cosa lo que me fascinaba de esa mujer, que conocí­ en Inglaterra, a principios de los años ochenta.

Lo que me atraí­a de ella, era la opción de alguien que habí­a llegado a la fama en la industria del entretenimiento, pero que al encontrar una fe auténtica, no querí­a convertir su condición de estrella en una excusa para ser un tipo especial de cristiano, o una plataforma para la promoción evangélica. Esa posibilidad, sencillamente, no la habí­a contemplado hasta entonces. Por eso quiero dedicar estas lí­neas a una mujer que -como ha dicho su familia- tení­a ′muchos dones, pero el mayor de ellos era la fe′.

Como dice la escueta nota que ha dado a conocer su muerte, ′su más grande don fue la fe′. Lo fue desde que nació en 1948 en Boston. Se crió en una congregación, al extremo sur de la ciudad, de la Iglesia Metodista Episcopal Africana, una denominación protestante afroamericana -fundada en Filadelfia en el siglo XIX, a causa del racismo que habí­a en la Iglesia Metodista-. A ella asistí­a LaDonna -como se llamaba realmente, LaDonna Adrian Gaines- con sus seis hermanos. Cantaba en el coro desde los ocho años y estaba tan comprometida con esta congregación, que le mandaba el diezmo de todo lo que ganaba, a pesar de llevar décadas viviendo en Nashville.

Su padre era un carnicero, que tení­a un ministerio en la iglesia. ′Yo sé que mis padres oran por mí­′ -decí­a en aquella entrevista-. Su madre era una maestra de escuela, con la que tuvo una relación muy especial. Cuando era niña -contó en esa ocasión-, le dio un curioso regalo: un grano de mostaza. ′No sabí­a qué hacer con ello′. A sus hermanas les habí­a dado una muñeca, pero a ella le recordó, su madre, las palabras de Jesús: ′Si tienes mucha fe, Donna, puedes mover montañas′.

Ella creí­a que lo más importante que recibió de su familia era aprender a orar. Lo recordó en un concierto en 1999 -al interpretar la canción de Yolanda Adams, Riding Through The Storm-, después de morir su madre y su hermana: ′Mi madre me enseñó algo importante, que no importa lo que hagas y dónde vayas, siempre tendrás un amigo en Jesús′. Por eso ′aunque estés paralizado por dentro, ¡clama a él!′ -decí­a-.

¿Cómo llegó esa chica de iglesia a jadear diecisiete minutos, imitando el acto sexual, en una canción erótica como Love Love You Baby, prohibida en 1976 en las principales emisoras de radio, europeas y americanas? Fue una adolescente difí­cil, que dio muchos problemas en el instituto y choca con sus padres, escapándose de casa, para ir a fiestas, mientras formaba grupos de música con chicas que querí­an emular los í­dolos de la Motown -como las Supremes o Martha & The Vandellas-. Unas semanas antes de graduarse, se marcha a Nueva York en 1967, donde entra en una banda de rock psicodélico llamada Crow.

Al disolverse el grupo, hace una prueba para el musical Hair en Broadway y entra en su versión alemana, mudándose a Münich, donde aprende la lengua germana. Continúa en otros musicales de la época hippy como Godspell -que no tení­a nada de góspel, por cierto-, para irse tres años después a Viena. Allí­ graba su primer disco sencillo, una versión alemana de la canción Aquarius de Hair. En 1974 se casa con uno de los actores de la obra, el austriaco Helmut Sommer -que le da el apellido Summer-. Juntos tienen una hija llamada Mimi.

En Münich conoce al productor de origen italiano Giorgio Moroder. Con él hace su primer álbum -que tiene sólo distribución europea-. Moroder compone las canciones y Peter Bellotte, las letras, pero juntos crean el sonido electrónico que va a caracterizar toda la música de baile a partir de ahora. La extraña combinación de una voz, formada en la iglesia -como la de Summer-, con los gemidos sensuales de Love, Love You Baby (1975) forman la banda sonora de una época, que hace del hedonismo la llave de la felicidad. Donna no quiso volver a cantar esa canción, después de su conversión en 1979.

Al año siguiente de su boda, Donna está ya divorciada -aunque conserva el apellido de su primer marido como nombre artí­stico-. Tiene relación con un pintor austriaco, con el que vive en Los ángeles, mientras hace una trilogí­a de discos con Moroder y Bellotte sobre el amor. En realidad está tan deprimida, que intenta suicidarse a finales del año 76. ′Me habí­a vuelto muy infeliz y me sentí­a vací­a todo el tiempo′ -contaba en aquella entrevista-. No entendí­a por qué, ya que tení­a ′una casa, un coche, una hija preciosa, una maravillosa carrera, un novio guapo, ¿qué echaba en falta?′.

Se da cuenta de que ′no era feliz′. Se ′sentí­a vací­a y sin sentido′. Ella lo recordaba como ′un tiempo muy solitario′, que se ′sentí­a sola todo el tiempo, a pesar de estar rodeada de gente′. Tiene problemas con las drogas y una maní­a depresiva de tendencia suicida. Fue entonces cuando Dios oyó su llanto, pidiendo ayuda, y abrió sus brazos para recibirla de nuevo. Ella veí­a su conversión como resultado de una serie de cosas, que interpretaba en clave del hijo pródigo, pero donde Dios tiene un papel claramente activo. Es por eso que su familia describe su fe como un don, un regalo, algo inmerecido (Efesios 2:8). Fue alguien consciente siempre de la gracia de Dios.

′Dios me ha permitido alejarme, como si dijera: Bueno, hija mí­a, si no quieres vivir para mí­, vete y haz lo que quieras′ -decí­a-. Es cuando se ve al final de ese camino, como el hijo pródigo, rodeada de miseria, que un dí­a: ′Estaba en la cama y levanté mis manos al cielo y dije: Dios, ¿qué quieres de mí­? Entonces un pastor amigo mí­o, vino a casa y me habló acerca de Jesús y dije: Si, eso ya lo sé. Pero él oró conmigo y de repente todo aquel peso que me habí­a estado oprimiendo durante años, se marchó. Sentí­ como si alguien me quitara toneladas de encima. Me sentí­ como una nueva persona y como si tuviera toda la vida por delante. Ya no tení­a aquel sentimiento de vací­o y asco.′

La fe de Donna movió montañas. Ya no tomaba drogas, no bebí­a, ni fumaba, pero siguió teniendo problemas con la depresión hasta principios de este siglo. Mucha estabilidad le dio la familia que formó con Bruce Sedano. Le conoció el año de su conversión, cuando grabó un disco que lleva el significativo tí­tulo de El cielo lo sabe (1979). La acompaña un grupo llamado Brooklyn Dreams, que habí­a formado Sedano, con el que se casa en 1980 y tiene su siguiente hija, Brooklyn.

′Los dos fuimos bautizados el dí­a antes de casarnos -contaba en la entrevista-. Fue muy bonito. Estábamos solos con el pastor Jack de la Iglesia del Camino -se refiere a Hayford, el pastor pentecostal de la Iglesia del Evangelio Cuadrangular, que les bautizó-. No habí­a nadie, excepto el Señor, el pastor Jack y nosotros, y quién sabe si ángeles. Fue una época muy intensa, espiritualmente, para los dos.′

Como en el caso de Bob Dylan en la Comunidad de la Viña en 1979, estos artistas no sólo eran bautizados a solas, sino que no solí­an asistir a los locales de sus congregaciones, por la cantidad de gente que los frecuentaba, esperando verlos. Tení­an estudios bí­blicos en casa y una atención pastoral, que acompañó su continua tendencia a la depresión. Como tení­a tal imagen de sí­mbolo sexual, muchos cristianos -como el hermano mayor de la parábola-, pensaban que tení­a que dar evidencia de su conversión con canciones que hablarán de su fe, algo que ella no hací­a habitualmente.

Todaví­a hoy, su nombre evoca canciones como Algo caliente (Hot Stuff) o Chicas malas (Bad Girls) -aunque recuerdo que en aquella entrevista comentó que si alguien se tomara la molestia de leer la letra de esta última, verí­a que era una canción de crí­tica social-. Presentada como objeto sexual, la imagen tentadora de sus portadas parecí­a sugerir más erotismo que espiritualidad. Incluso un álbum como She Works hard for the Money -hecho con cristianos como Michael Omartian o Matthew Ward de 2º Capí­tulo de Hechos-, nos la presenta como una camarera demasiado provocativa para un público cristiano, que como el hermano mayor del hijo prodigo se resentí­a ante el Amor incondicional, al que cantaba.

′Si la Iglesia me encuentra escandalosa, espero que oren por mí­. Hago todo lo que puedo. Sólo creo en Dios y Cristo, oro, leo la Biblia, voy a la iglesia. No puedo hacer nada más. Sólo puedo esperar que esté siendo guiada por la voz de Dios a hacer lo que es su voluntad.′ Paradójicamente, mientras el mundo cristiano la criticaba, el resto de la gente pensaba que se habí­a vuelto demasiado religiosa.

El público gay -que habí­a hecho de ella una diosa- no pudo olvidar sus declaraciones sobre la homosexualidad en los ochenta, cuando habló del SIDA como un castigo de Dios. ′Yo amo a esta gente y no la estoy condenando, sólo por lo que hacen -decí­a entonces-. Espero que lleguen a conocer el amor de Cristo. Yo no lo conocí­a antes. Estaba tan ciego como ellos. Viví­ con un chico bisexual cuando era joven y fue una pesadilla. He cometido adulterio en mi vida. Sé cómo es eso y puedo decirte, que aunque estaba ciega cuando lo hací­a, el pecado de adulterio no me dejó por un tiempo. Tuve terribles ataques de ansiedad. Y cuánto más viví­a en pecado, más profunda era la depresión.′

La parábola preferida de Donna, se suele conocer como el hijo pródigo (Lucas 15:11-32), a pesar de que Jesús comienza su historia diciendo que ′un hombre tení­a dos hijos′. El relato trata de hecho tanto del hijo mayor, como del menor. Se podrí­a llamar por eso los dos hijos perdidos, sino fuera porque el verdadero protagonista es -como nos muestra el profesor Ed Clowney y el predicador de Nueva York, Tim Keller- un Padre que nos revela al Dios pródigo, que no menoscaba ningún gasto para mostrar su generosidad a aquellos que han malgastado toda su vida, queriendo vivir con todo lo que él nos da, pero sin él.

Hay dos formas en que la gente intenta buscar felicidad y satisfacción. Unos por la conformidad moral del hermano mayor, y otros por el tortuoso camino del autodescubrimiento, que representa el hermano menor. Cada uno de nosotros se inclina por su carácter a uno de ellos, aunque a veces oscilamos entre uno y otro, o mantenemos a un hermano menor oculto -bajo la apariencia del hermano mayor-, en una doble vida, que permanece escondida a los ojos de muchos.

Lo sorprendente de esta historia es que ambos están alienados del Padre. Esta parábola nos enseña que Jesús nos salva, no sólo de nuestras maldades, sino también de nuestras bondades. Ya que no son los pecados del hermano mayor, los que crean una barrera entre él y su padre, sino el orgullo de su carácter moral. No es su maldad, sino su propia justicia, la que le impide entrar en la fiesta del Padre.

El hermano mayor tení­a que cuidar de su hermano, pero se siente tan superior a él, que es incapaz de perdonarle. Habla de él, como si ni siquiera fuera su hermano -tu hijo, le dice a su padre-. Vive sin embargo su servicio a él como una esclavitud, sin gozo ni amor, esperando recibir una recompensa, que finalmente no corresponde a lo que espera.

Al gastar todo lo que tiene en el hijo que se habí­a perdido, el Padre nos muestra el Hermano Mayor que necesitamos. Aquel que no sólo nos busca en una tierra lejana, sino que deja el cielo mismo, para venir a la tierra, a pagar con su propia vida nuestra deuda. Recibe la alienación, la soledad y el rechazo, que nosotros merecí­amos, al rebelarnos del Padre. Sufre nuestro castigo en la cruz, bebiendo la copa de la justicia eterna, en vez del gozo del Padre.

Lo único que puede cambiar entonces un corazón lleno de miedo y resentimiento, en uno repleto de amor y gratitud, es la seguridad del amor de un Padre, que no ha escatimado entregar hasta su propio Hijo por nosotros (Romanos 8: 32). Este Dios pródigo, se vació de su gloria, para hacerse siervo. Con esa entrega sacrificada, nos da la seguridad de que nada nos podrá separar de su amor eterno (vv. 35-39). Ese es el amor que ahora disfruta Donna, por toda la eternidad.


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